martes, 13 de marzo de 2012

Investigar en filosofía, artículo de Nubiola en su blog

REPRODUZCO AQUÍ, POR SU INTERÉS, EL ARTÍCULO DEL PROF. DR. D. JAIME NUBIOLA, PUBLICADO EN SU BLOG: FILOSOFÍA PARA EL SIGLO XXI EL 07/09/2011 Y ESCRITO EN BUENOS AIRES EL 29/08/2011.

Durante casi 20 años he venido dando cursos de metodología de la investigación en filosofía, centrados en particular en cómo hacer una tesis doctoral. Publiqué un libro titulado El taller de la filosofía. Una introducción a la escritura filosófica, que está en su quinta edición, y llevo ocho años al frente de una de las mejores revistas de filosofía en lengua castellana: Anuario Filosófico. Me parece que estos datos personales pueden servir para contextualizar mi reflexión, pues durante todos estos años entendí que investigar en filosofía consistía básicamente en escribir, esto es, en publicar. Para quien desee hacer carrera académica —repetía yo a mis estudiantes con el lema norteamericano— no hay otra alternativa: to publish or to perish!

En un reciente viaje a Argentina han coincidido tres factores que me han llevado a cuestionar a fondo esta convicción tantas veces enseñada. Por una parte, la lectura del libro de Jordi Llovet Adeu a la Universitat en el que hace un balance muy negativo de lo que pasa por “investigación” en las humanidades; por otra, impartí un curso de metodología a un nutrido grupo de alumnos de un programa Máster que no tenían el menor interés en la investigación en filosofía, sino solo en hacer un trabajo de fin de Máster que resultara digno y les sirviera para completar el programa y obtener la correspondiente titulación. El tercer elemento fueron las conversaciones con doctorandos y colegas en las que —como suelo hacer siempre— les invitaba a pensar, a acercar su pensamiento a su vida, a intentar articular inteligentemente la erudición y la creatividad, a integrar la dilucidación histórica con los problemas que acucian hoy a nuestra sociedad. Siempre he pensado que esta es la manera responsable de hacer filosofía.

En un mundo como el nuestro en el que la vida de tantas personas y organizaciones se encuentra —casi siempre— alejada del examen inteligente de uno mismo y de lo que acontece en la sociedad, una filosofía que se aparte de los genuinos problemas humanos —tal como ha hecho buena parte de la filosofía moderna— me parece un lujo que no podemos permitirnos. Cuántas veces habré citado la afirmación de Husserl de que quienes nos dedicamos a cultivar el pensamiento somos los “funcionarios de la humanidad”: tenemos como misión propia el mantener vivos la libertad de espíritu, el afán por la justicia y la paz, el cultivo de las ansias de comprender que albergan los corazones humanos. Me gusta recordar las palabras finales de la famosa conferencia de Husserl en Viena el 10 de mayo de 1935, “la crisis de la existencia europea sólo tiene dos salidas: la decadencia de Europa, alienada de su propio sentido racional de la vida, [con la consiguiente] caída en el odio del espíritu y la barbarie, o el renacimiento de Europa desde el espíritu de la filosofía mediante un heroísmo de la razón que supere definitivamente el naturalismo”[1].
Han pasado 75 años desde aquellas memorables palabras. Europa atravesó la penosa experiencia de una terrible nueva guerra mundial y el horror del Holocausto. Sin embargo, son bastantes los elementos que llevan a pensar que la avanzada sociedad occidental sigue hoy en aquella peligrosa situación, caracterizada por una radical desconfianza hacia la razón libre, el pensamiento independiente y, por supuesto, el desprecio hacia las humanidades en general. Esto se traduce en multitud de elementos que afectan a la educación en todos sus niveles: desde la eliminación en los sistemas educativos de aquello que John Henry Newman llamó la liberal education hasta el predominio de las “habilidades” y “competencias” utilitaristas y prácticas en lugar de la lectura, el estudio y la reflexión que siempre caracterizaron a los verdaderamente sabios. Muchas veces pienso que quienes hoy en día cultivamos las humanidades nos asemejamos cada vez más a los monjes del medievo rodeados de una barbarie agresiva que ignora casi por completo la cultura, tal como preconizan tantas novelas de ciencia-ficción.

Todo esto viene a cuento de la pregunta sobre qué es hoy —y qué debería ser— investigar en filosofía y, por tanto, qué debo enseñar cuando enseño a investigar. Sin duda, una parte de la reflexión filosófica ha sido siempre la erudición histórica, esto es, la comprensión de por qué tal pensador afirmó una determinada tesis en un contexto concreto. Por poner un ejemplo cercano, he dedicado mis últimos años —con financiación pública y privada— al estudio de la correspondencia europea del filósofo y científico norteamericano Charles S. Peirce durante sus viajes por Europa que —pensamos mi grupo y yo— transforma en buena medida la imagen recibida de este autor y permite comprender mejor el valor de su pensamiento para la superación del naturalismo cientista dominante. Sin embargo, me parece a mí que la mayor parte de las investigaciones eruditas —incluidos los artículos que se publican en numerosas revistas de filosofía— solo interesan a sus propios autores que buscan con esas publicaciones su legítima promoción profesional, la obtención de una plaza, su acreditación o los llamados “sexenios de investigación”, esto es, un complemento retributivo.

Aun en estos casos, si la investigación se hace bien puede decirse que amplía nuestro conocimiento, pues acumula nuevos datos y nuevas interpretaciones, que quizás en un futuro puedan servir a otros para cambiar por completo la comprensión de ese campo. Esta es la tradición de investigación en humanidades, la scholarship, que consiste en el estudio de unos autores, en el aprendizaje de unas técnicas y estilos de investigación, en la exploración de unos problemas tradicionales. En mi curso de metodología suelo leer el severo juicio de George Steiner en Presencias reales: en humanidades “la noción misma de investigación está viciada por el postulado a todas luces falso según el cual decenas de miles de jóvenes tendrán algo nuevo y acertado que decir sobre Shakespeare, Keats o Flaubert. De hecho, el grueso de la «investigación» doctoral y posdoctoral en literatura y las publicaciones engendradas por ella no constituyen otra cosa más que un gris marasmo. (…) En todas las áreas menos la estrictamente filológico-histórica, la fabricación de «investigación» humanística es precisamente eso, fabricación. Las ilusiones resultantes en la Academia son calamitosas”[2].
Yo no soy tan pesimista, pero estoy persuadido de que la erudición sola no basta. Con los conocidos versos de T. S. Eliot: “Where is the wisdom we have lost in knowledge? / Where is the knowledge we have lost in information?” Hoy en día a los filósofos se nos piden “resultados de investigación” y los resultados son publicaciones en revistas acreditadas internacionalmente, si es posible, que tengan una evaluación de su impacto, esto es, del número de citas posteriores que reciben de otros colegas. ¿Tiene sentido esta asimilación del pensamiento filosófico a las pautas cuantitativistas que rigen las subvenciones en el ámbito de la medicina o la química? Y, más radicalmente, ¿es eso investigación? ¿Investigamos para aprender o para descubrir algo nuevo? Investigar lo ya conocido equivale simplemente a estudiar.

En puridad, la investigación ha de ser la respuesta novedosa e inteligente, individual o colectiva, a los problemas que nos acucian. Pero, ¿hay problemas filosóficos que acucien a nuestra sociedad? Más aún, ¿qué es un problema filosófico? Y ¿tienen esos problemas alguna característica que los haga filosóficos? Estas preguntas traen a mi memoria aquello que decía Hilary Putnam en una entrevista en 1992[3]:

“Quizá lo más importante que trato de defender sea la idea de que los aspectos teóricos y prácticos de la filosofía dependen unos de otros. Dewey escribió en Reconstruction in Philosophy que ‘la filosofía se recupera a sí misma cuando cesa de ser un recurso para ocuparse de los problemas de los filósofos y se convierte en un método, cultivado por filósofos, para ocuparse de los problemas de los hombres’. Pienso que los problemas de los filósofos y los problemas de los hombres y las mujeres reales están conectados, y que es parte de la tarea de una filosofía responsable extraer esa conexión”.

Por supuesto, pienso yo lo mismo. A Hilary Putnam le gusta recordar también que para John Dewey la filosofía es básicamente “education for grown-ups“, esto es, educación para gente adulta.
Algunos de mis colegas dicen que basta con que los filósofos despertemos a los demás ciudadanos, invitándoles a reflexionar, pero a mí eso no me es suficiente. Pienso que debemos enseñar la cuestión decisiva que es siempre la de cómo vivir. Hablando hace unos días con unos queridos colegas chilenos me hacían ver que la asombrosa especialización de la filosofía —como la de tantos otros saberes— es probablemente una de las causas de la transformación de buena parte de la investigación filosófica en erudición, pero también que un buen filósofo de estirpe socrática ha de sentirse vocacionalmente llamado a velar por la ciudad —como el tábano sobre el caballo— para que no se amodorre. Hoy en día se hará esto a través de la prensa, la televisión, un blog en internet. Habrá, por tanto, que escribir artículos superespecializados en revistas de alta consideración académica y a la vez empeñarse por estar en los medios de comunicación respondiendo lo mejor que podamos a las inquietudes de nuestros conciudadanos.

Pero, ¿es esto suficiente? Esto puede parecer más bien solo un parche o un remiendo. No puedo quitar de mi cabeza la tesis XI sobre Feuerbach: “Los filósofos hasta el momento no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata ahora es de transformarlo”. Estoy persuadido de que hay que pensar y encontrar nuevas maneras de hacerlo —o al menos intentarlo— en este mundo global: en todo caso, no basta con escribir libros que vayan a leer unos pocos.

Siempre sueño con que entre mis alumnos, doctorandos o lectores en general se encuentren aquellas personas jóvenes, inteligentes y con el corazón grande, capaces de llevar a cabo esa formidable y magnífica tarea.

Buenos Aires, 29 agosto 2011



[1] E. Husserl, “La crisis de la humanidad europea y la filosofía”, en La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental. Una introducción a la filosofía fenomenológica, Crítica, Barcelona, 1991, p. 358.
[2] G. Steiner, Presencias reales, Destino, Barcelona, 1991, pp. 50-53.
[3] J. Harlan, “Hilary Putnam, Acerca de la mente, el significado y la realidad“, Atlántida IV, pp. 77-83.
Recomendadísimo.
http://filosofiaparaelsigloxxi.wordpress.com/2011/09/07/investigar-en-filosofia/

1 comentario:

  1. Una excelente universidad del siglo XXI debe ser un espacio de convivencia culta, caracterizado por el deseo de aprender, el cultivo de la libertad de espíritu, la defensa del pluralismo y el diálogo interdisciplinar, el afán por la justicia y la paz, pero, por encima de todo ello, ha de ser como en los siglos precedentes un espacio de trabajo intelectual riguroso y libre: estudio, enseñanza, publicaciones, bibliotecas, aulas y laboratorios. Como escribió C. S. Peirce: “The life of science is in the desire to learn“.

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