martes, 29 de marzo de 2011

La cuestión del aborto

Julián Marías. ABC. 19 de marzo de 2009.


La espinosa cuestión del aborto voluntario se puede plantear de maneras muy diversas. Entre los que consideren la inconveniencia o ilicitud del aborto, el planteamiento más frecuente es el religioso.


Pero se suele responder que no se puede imponer a una sociedad entera una moral «particular». Hay otro planteamiento que pretende tener validez universal, y es el científico. Las razones biológicas, concretamente genéticas, se consideran demostrables, concluyentes para cualquiera.


Pero sus pruebas no son accesibles a la inmensa mayoría de los hombres y mujeres, que las admiten «por fe»; se entiende, por fe en la ciencia.


Creo que hace falta un planteamiento elemental, accesible a cualquiera, independiente de conocimientos científicos o teológicos, que pocos poseen, de una cuestión tan importante, que afecta a millones de personas y a la posibilidad de vida de millones de niños que nacerán o dejarán de nacer. Esta visión ha de fundarse en la distinción entre «cosa» y «persona», tal como aparece en el uso de la lengua.


Todo el mundo distingue, sin la menor posibilidad de confusión, entre «qué» y «quién», «algo» y «alguien», «nada» y «nadie». Si se oye un gran ruido extraño, me alarmaré y preguntaré: «¿qué pasa?» o ¿qué es eso?». Pero si oigo unos nudillos que llaman a la puerta, nunca preguntarés «¿qué es?», sino «¿quién es?».


Se preguntará qué tiene esto que ver con el aborto. Lo que aquí me interesa es ver en qué consiste, cuál es su realidad. El nacimiento de un niño es una radical «innovación de la realidad»: la aparición de una realidad «nueva». Se dirá que se deriva o viene de sus padres. Sí, de sus padres, de sus abuelos y de todos sus antepasados; y también del oxígeno, el nitrógeno, el hidrógeno, el carbono, el calcio, el fósforo y todos los demás elementos que intervienen en la composición de su organismo.


El cuerpo, lo psíquico, hasta el carácter, viene de ahí y no es rigurosamente nuevo. Diremos que «lo que» el hijo es se deriva de todo eso que he enumerado, es «reductible» a ello. Es una «cosa», ciertamente animada y no inerte, en muchos sentidos «única», pero al fin una cosa. Su destrucción es irreparable, como cuando se rompe una pieza que es ejemplar único. Pero todavía no es esto lo importante. «Lo que» es el hijo puede reducirse a sus padres y al mundo; pero «el hijo» no es «lo que» es. Es «alguien». No un «qué», sino un «quién», a quien se dice «tú», que dirá en su momento «yo». Y es «irreductible a todo y a todos», desde los elementos químicos hasta sus padres, y a Dios mismo, si pensamos en él. Al decir «yo» se enfrenta con todo el universo. Es un «tercero» absolutamente nuevo, que se añade al padre y a la madre.


Cuando se dice que el feto es «parte» del cuerpo de la madre se dice una insigne falsedad porque no es parte: está «alojado» en ella, implantado en ella (en ella y no meramente en su cuerpo). Una mujer dirá: «estoy embarazada», nunca «mi cuerpo está embarazado». Es un asunto personal por parte de la madre. Una mujer dice: «voy a a tener un niño»; no dice «tengo un tumor».


El niño no nacido aún es una realidad «viniente», que llegará si no lo paramos, si no lo matamos en el camino. Y si se dice que el feto no es un quién porque no tiene una vida personal, habría que decir lo mismo del niño ya nacido durante muchos meses (y del hombre durante el sueño profundo, la anestesia, la arteroesclerosis avanzada, la extrema senilidad, el coma). A veces se usa una expresión de refinada hipocresía para denominar el aborto provocado: se dice que es la «interrupción del embarazo». Los partidarios de la pena de muerte tienen resueltas sus dificultades. La horca o el garrote pueden llamarse «interrupción de la respiración», y con un par de minutos basta. Cuando se provoca el aborto o se ahorca, se mata a alguien. Y es una hipocresía más considerar que hay diferencia según en qué lugar del camino se encuentre el niño que viene, a qué distancia de semanas o meses del nacimiento va a ser sorprendido por la muerte.


Con frecuencia se afirma la licitud del aborto cuando se juzga que probablemente el que va a nacer (el que iba a nacer) sería anormal física y psíquicamente. Pero esto implica que el que es anormal «no debe vivir», ya que esa condición no es probable, sino segura. Y habría que extender la misma norma al que llega a ser anormal por accidente, enfermedad o vejez. Y si se tiene esa convicción, hay que mantenerla con todas sus consecuencias; otra cosa es actuar como Hamlet en el drama de Shakespeare, que hiere a Polonio con su espada cuando está oculto detrás de la cortina. Hay quienes no se atreven a herir al niño más que cuando está oculto -se pensaría que protegido- en el seno materno.


Y es curioso cómo se prescinde enteramente del padre. Se atribuye la decisión exclusiva a la madre (más adecuado sería hablar de la «hembra embarazada»), sin que el padre tenga nada que decir sobre si se debe matar o no a su hijo. Esto, por supuesto, no se dice, se pasa por alto. Se habla de la «mujer objeto» y ahora se piensa en el «niño tumor», que se puede extirpar como un crecimiento enojoso. Se trata de destruir el carácter personal de lo humano. Por ello se habla del derecho a disponer del propio cuerpo. Pero, aparte de que el niño no es parte del cuerpo de su madre, sino «alguien corporal implantado en la realidad corporal de su madre», ese supuesto derecho no existe. A nadie se le permite la mutilación; los demás, y a última hora el poder público, lo impiden. Y si me quiero tirar desde una ventana, acuden la policía y los bomberos y por la fuerza me lo impiden.


El núcleo de la cuestión es la negación del carácter personal del hombre. Por eso se olvida la paternidad y se reduce la maternidad a soportar un crecimiento intruso, que se puede eliminar. Se descarta todo uso del «quién», de los pronombres tú y yo. Tan pronto como aparecen, toda la construcción elevada para justificar el aborto se desploma como una monstruosidad. ¿No se tratará de esto precisamente? ¿No estará en curso un proceso de «despersonalización», es decir, de «deshominización» del hombre y de la mujer, las dos formas irreductibles, mutuamente necesarias, en que se realiza la vida humana?


Si las relaciones de maternidad y paternidad quedan abolidas, si la relación entre los padres queda reducida a una mera función biológica sin perduración más allá del acto de generación, sin ninguna significación personal entre las tres personas implicadas, ¿qué queda de humano en todo ello? Y si esto se impone y generaliza, si a finales del siglo XX la Humanidad vive de acuerdo con esos principios, ¿no habrá comprometido, quién sabe hasta cuándo, esa misma condición humana? Por esto me parece que la aceptación social del aborto es, sin excepción, lo más grave que ha acontecido en este siglo que se va acercando a su final.

jueves, 24 de marzo de 2011

Aperitivo de Wittgenstein



Aquí los dos grandes destructores de Occidente, en una foto del colegio. Pregunta: ¿Qué clase de maestro tendrían para lograr ese resultado?





























El Maestro:



























"Fue sin duda en aquella época cuando forjé mis primeros ideales. Mis ajetreos infantiles al aire libre, el largo camino a la escuela y la camaradería que mantenía con muchachos robustos, que era frecuentemente motivo de hondos cuidados para mi madre, pudieron haber hecho de mí cualquier cosa menos un poltrón (...) ya entonces mis dotes oratorias se ejercitaban en altercados más o menos violentes con mis condiscípulos. Me había hecho un pequeño caudillo que aprendía bien y con facilidad en la escuela, pero que se dejaba tratar difícilmente".


(Adivine qué filósofo, de los dos de arriba, escribió este párrafo)


viernes, 11 de marzo de 2011

El fraude de la sociedad del conocimiento: ¿De verdad necesitamos a los consultores?

@Esteban Hernández.- 10/03/2011 (06:00h) El Confidencial:

Un alto directivo del sector financiero confesaba hace poco que las posibilidades de reorganización productiva de España en torno al conocimiento eran pura ilusión. “Puedes intentar ser como Finlandia, y formar a muchísimas personas para que hablen perfectamente inglés, tengan grandes conocimientos de matemáticas y se licencien en ingeniería. Pero eso llevaría treinta años, y nosotros necesitamos hacer cosas antes”.

Con esta descripción, pretendía subrayar hasta qué punto lo perentorio era hacer reformas y no perder el tiempo pensando en que el conocimiento nos iba a ayudar a salir de esta situación. Sin embargo, esa no es la creencia que impera socialmente: en nuestro tiempo, y más aún tras la crisis, el conocimiento parece la mejor posibilidad que tenemos de contar con una vida laboralmente digna. En este sentido, nuestras sociedades y sus integrantes están obligadas, si no quieren ir a parar a la tercera fila, a formarse y prepararse adecuadamente, lo que les permitiría ocupar un buen lugar en este nuevo tipo de economía que está fraguándose.

Esa teoría, además, admite pocas disensiones. Lo sabe bien Mats Alvesson, profesor de la Universidad de Lund, y autor de Knowledge Work and Knowledge-Intensive Firms (Oxford University Press), quien fue públicamente reprendido por el Ministro de Educación sueco cuando, a principios del siglo XXI, envió una carta a un diario escandinavo en la que se hacía eco de previsiones estadounidenses que apuntaban al preeminente crecimiento de los empleos del sector servicios. La respuesta del ministro fue asegurar que las tesis de Alvesson pertenecían al “basurero ideológico”.

Y era lo esperable, toda vez que hablamos de una idea, la sociedad del conocimiento, que, asegura Alvesson, “parece muy atractiva, pero en la que hay una notable dosis de fantasía y de voluntarismo. Sin duda, es un concepto muy seductor y suena muy bien. ¿Cómo vas a estar en contra del conocimiento? Pero el concepto tiene que ver con que a las sociedades y a sus élites les gusta percibirse y ofrecer una imagen de sí que cause admiración mucho más con la descripción de una realidad”.
Parece claro, además, que la brillante visión del futuro que nos ofrece la sociedad del conocimiento no va a ser la que impere en próximos tiempos. La crisis no nos va a dirigir hacia un entorno laboral mayoritariamente compuesto por universitarios de alta cualificación. Así lo afirma Alvesson, quien cree que “las cosas no van a cambiar mucho. Por supuesto, algunos sectores del conocimiento como la alta tecnología, las biociencias, la salud y la consultoría probablemente crecerán en muchos países, pero los servicios de baja cualificación asociados con el turismo, la restauración, los hoteles, los viajes, la seguridad, la limpieza y el cuidado de personas mayores crecerán aún más”.
Por eso, para Alvesson, la Knowledge Society está rodeada de mucha exageración. En buena medida, porque no podemos delimitar claramente qué es el conocimiento, y en qué ocasiones lo valoramos especialmente, ya que “casi todas las tareas, desde las relaciones públicas hasta la agricultura, precisan del aprendizaje de ideas y conceptos”. Además, porque tampoco el sello Sociedad del conocimiento nos sirve como orientación para entender el trabajo real. “Tomando el ejemplo de Suecia, vemos que cuenta con mucha más actividad en sectores como las telecomunicaciones, la alta tecnología o la industria farmacéutica que otros países. Sin embargo, la mayor parte de actividad económica sueca nada tiene que ver con colectivos intelectualmente muy preparados que operan con asuntos complejos”.
A pesar de ello, seguimos confiando plenamente en que el conocimiento será la solución a nuestros problemas, lo que nos ha llevado a prestar excesiva atención al peso de la educación formal. “En la mayoría de los países hay una fuerte divergencia entre los titulados universitarios, que han experimentado un fuerte crecimiento, y las demandas del mercado de trabajo. Además, la idea de que necesitamos mucha gente con formación universitaria está conduciendo a un tremendo problema de calidad en esos estratos educativos. La sobreeducación formal y la limitada cualificación sustantiva están creando muchos problemas”.
Títulos llamativos de escasa utilidad
Además, señala Alvesson, “estamos demandando gente para nuevas áreas de conocimiento, que entendemos que proporcionarán legitimidad y trabajos, pero que en muchos casos, como la consultoría y el coaching son de valor cuestionable”. Al final, pues, estamos preparando a la gente para que obtenga títulos llamativos pero de escasa aplicación práctica.
Para Javier Borrego, profesor de profesor antropología de la Universidad CEU San Pablo, el caso educativo español es todavía más grave, ya que “hemos optado por unos planes de estudio que privilegian la especialización, y hemos acabado por formar a personas que sólo saben de una cosa. Es gente que te puede hablar de marketing, de inteligencia emocional o de coaching, pero que sólo conocen los últimos libros de ese tema. Te pueden hablar de valores y virtudes pero desconocen quién era Aristóteles”.

Además, señala Borrego, nuestra orientación universitaria, al ser menos del conocimiento y más de la innovación, nos lleva hacia un tipo de saber más práctico e inmediato, menos general, que hace que la gente carezca de una perspectiva de conjunto. “Antes, el sistema educativo te preparaba para pensar, lo que te permitía adaptarte a cualquier situación. Ahora se les enseña una técnica rápida, con lo que conseguimos gente preparada para cosas determinadas y no para un trabajo no cualificado. Son personas sin mecanismos de adaptación”.

Este conjunto de situaciones lleva a que la sociedad de la información genere un mundo de dos velocidades, en el que unos titulados están en paro o cobran sueldos bajos (de no más allá de 800 euros), “mientras otros ganan bastante más ya que son especialistas en un terreno muy concreto, sean o no licenciados universitarios”. Según Borrego, “lo que el mercado quiere es gente que sepa lo que hay que saber en el momento en que hay que saberlo. Como generamos miles de licenciados y hay pocos puestos, nos vemos obligados a cobrar menos. Hace 30 años, iban cuatro a la universidad, y los que tenían un título conseguían un trabajo muy bien remunerado. Hoy ya no es así”.

La solución a este problema, no obstante, está cerca. Para Borrego, el cambio de planes de estudio va a provocar notables efectos, ya que “los cuatro años del grado se van a convertir en un bachillerato especializado y luego tendremos dos años de posgrado, más uno de inglés o de especialización. Así, quienes quieran trabajar en puestos directivos tendrán que estar formándose más tiempo, alrededor de siete u ocho años, aumentándose la edad no productiva en tres o cuatro años, mientras que a quienes no aspiren a esas metras les bastará con la titulación de grado”.

Podríamos preguntarnos, pues, si esto es la sociedad del conocimiento, si al final del camino encontramos una titulación masiva poco efectiva y el establecimiento de una doble velocidad ligada al tiempo de formación y a la inversión realizada. Para Alvesson, más allá de los efectos reales, el sello Sociedad del conocimiento incluye una suerte de orgullo al que no se quiere renunciar, y que es ampliamente divulgado por los más diversos estratos sociales. “Individuos, organizaciones, profesionales y políticos utilizan el vocabulario del conocimiento para crear un sentido positivo de la identidad, apelando tanto a los aspectos individuales (“soy un trabajador del conocimiento”), como a los colectivos, (“somos una sociedad del conocimiento”)”. Frente a ese entusiasmo, señala Alvesson, más vale ser escépticos…

martes, 8 de marzo de 2011

Interesante



La idea de fondo, justo al final: "no potenciamos la creatividad" es adecuada. Falla en muchas cosas pero dice verdades importantes.

Lo pongo aquí no porque me guste, sino para verlo más de una vez, que si no se me olvida.

10 estrategias de manipulación docente (10)

10. Conocer a los individuos mejor de lo que ellos mismos se conocen

Sociólogos, politólogos, psicólogos sociales y pedagogos han estudiado hasta la saciedad los movimientos "intelectuales" de las masas. Educados en escuelas neomarxistas, han profundizado de manera certera en los mecanismos de defensa de los individuos; han descubierto que minando la autoestima, ofreciendo distracciones, generando una atmósfera de permisividad, provisionalidad e irresponsabilidad se genera una ámplia base social de votantes dependientes del Estado.
La dependencia es palpable: el sujeto sin arraigos fuertes (sin religión, sin familia, sin amigos, sin, sin...) es facilmente manipulable y busca lo permanente en la ideología, en la televisión, en el cumplimiento de las leyes.
Las leyes y todo el entramado de propaganda se convierten en educadoras, dejando a los educadores el papel de guardianes, cuidadores, vigilantes y policías, privándoles de su papel natural.
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Y esto es todo. Sólo queda rebelarse. Romper la televisión.

10 estrategias de manipulación docente (9)

9. Reforzar la autoculpabilidad

La culpa. La culpa del fracaso docente (fracaso del profesor, de los padres, de los alumnos, de los centros) la tenemos todos menos quienes la tienen de verdad. La culpa la tienen los gobernantes que por cuestiones ideológicas, crematísticas y de interés particular (o por una mezcla de las tres) organizaron la pérdida progresiva del ámbito de la educación.


Los gobernantes y todos los demás por dejarles meterse en nuestros jardines, en nuestras responsabilidades. Ningún profesor, ningún centro, ningún director ha objetado seriamente a las imposiciones de las leyes de educación, que atentan seriamente contra la libertad de cátedra. Asumen, asumimos, el intevencionismo del Estado en lo que debemos enseñar, cómo, cuándo y dónde; sin que se haya oído una seria y contundente voz.

Y a los padres se les niega la libertad de enseñanza y ninguno ha preferido los problemas a la claudicación. Y no se trata de educaciones para la ciudadanía, se trata de todo, de ´que los padres deben elegir dónde cuándo y con quién se educan sus hijos, porque es su responsabilidad. Y el Estado sólo puede intervenir subsidiariamente.

Todo esto genera que los padres culpen a la televisión, a las niñeras, al mercado que no les deja estar con sus hijos el tiempo que necesitan. Los maestros a los padres, los profesores de primaria a los de infantil y a los padres y a la televisión; los de Secundaria a los de primaria, a los padres, a la televisión, los de Universidad a los de secundaria... y los empresarios a todos los demás.

Todos vivimos en una queja continua habiéndonos quitado la percepción de que podemos hacer algo, de que esto puede cambiar.

Y un estado negativo, de percepción del fracaso y con la ausencia de un futuro mejor es lo que se llama depresión.

Pero esto puede cambiar... apagando la televisión.

Texto de Aristóteles (Ética a Nicómaco, Lib. X, 6-8)

Pero, pues habemos ya concluido con lo de las virtudes, amistades y deleites, resta que tratemos así sumariamente de la felicidad, pues la pusimos por fin y blanco de las humanas cosas.

Reiterando, pues, lo que ya está dicho en otra parte, será nuestra disputa más sumaria. Dijimos, pues, que la felicidad no era hábito, porque se seguiría que pudiese cuadrar al que duerme y viva vida de planta, y también al que estuviese puesto en muy grandes desventuras. Pues si tales cosas no nos cuadran, más habemos de decir que consiste en ejercicio, como ya se dijo en lo pasado.

De los ejercicios, pues, unos hay que son forzosos y que por fin de otras cosas los escogemos, y otros que por respecto de ellos mismos. Consta, pues, que la felicidad se ha de contar por uno de aquellos ejercicios que por sí mismos se escogen, y no se ha de poner entre los que por fin de otras cosas se apetecen, porque la felicidad de ninguna cosa es falta, antes para sí misma es muy bastante. Aquellos ejercicios, pues, son dignos por sí mismos de escoger, de los cuales no se pretende otra cosa fuera del mismo ejercicio. Tales, pues, parecen ser las obras de virtud, porque el obrar cosas honestas y virtuosas es una de las cosas que por sí mismas son dignas de escoger, y asimismo los juegos que en sí son deleitosos, porque no por otro fin son apetecidos, porque más daño reciben los hombres de ellos que provecho, pues se descuidan por ellos de su propia salud y de sus intereses. Y aun muchos de los bien afortunados se dan a semejantes pasatiempos, y por esto los tiranos, a los que en semejantes conversaciones son graciosos y aplacibles, precisan mucho, porque estos tales se muestran deleitosos en aquello que los tales poderosos apetecen, y sienten ellos necesidad de cosas semejantes. Estas tales cosas, pues, parecen cosas prósperas, porque se deleitan en ellas los que están puestos en poder y señorío.

Aunque los tales no son por ventura bastante argumento para persuadirlo, porque no consiste la virtud en el poder mucho y señorear, ni tampoco el buen entendimiento, de las cuales dos cosas proceden los buenos ejercicios. Y si estos tales, no gustando del deleite verdadero y liberal, se dan a los deleites sensuales, no por eso habemos de juzgar ser los deleites sensuales más dignos de escoger, porque también los niños juzgan ser lo más principal lo que en ellos es tenido en precio y en estima. Es, pues, cosa conforme a razón, que así como a los niños y a los varones las cosas que les parecen de estimar son diferentes, de la misma manera también a los malos y a los buenos. Aquellas cosas pues, son dignas de estima y deleitosas (como ya está dicho muchas veces), que las juzga ser tales el hombre virtuoso, porque cada uno juzga por más digno de escoger el ejercicio que es según su propio hábito, y así también el virtuoso juzga por más digno de escoger el ejercicio que es según virtud. No consiste, pues, la felicidad en gracias y burlas, porque cosa sería ajena de razón, que el fin de nuestra vida fuesen gracias, y que todo el discurso de nuestra vida negociásemos y padeciésemos trabajos por causa de decir donaires. Porque todas las cosas, hablando así sumariamente, las apetecemos por causa de otras, excepto la felicidad, porque este es el fin de todas ellas. Afanarse, pues, mucho y trabajar por amor de burlas y niñerías, mucha necesidad parece y mucha niñería. Pero burlarse algún poco para después volver a las cosas de veras con hervor, como decía Anacarsis, parece estar bien dicho. Porque las burlas parecen una manera de descanso, y como los hombres no pueden perseverar en el trabajo de contino, tienen necesidad de algún descanso. No es, pues, el reposo el fin de nuestra vida, porque lo tomamos por amor del ejercicio. Y la vida bien afortunada parece consistir en las cosas hechas conforme a virtud, y esta es la vida virtuosa, y no en las burlas ni en las gracias, porque las cosas virtuosas mejores decimos que son, que no las cosas de risa y las de gracias, y el ejercicio de la mejor parte y del mejor hombre, mejor virtuoso cierto es, así el ejercicio del que es mejor, más principal será y más importante para la felicidad. De los deleites corporales, pues, quienquiera puede gozar, aunque sea un vil esclavo, no menos que el bueno, pero la felicidad ninguno la atribuirá al esclavo; si ya también la vida virtuosa no tuviese. Porque no consiste la felicidad en semejantes conversaciones, sino en los ejercicios hechos conforme a virtud,como ya está dicho en lo pasado.



lunes, 7 de marzo de 2011

Texto Schopenhauer (El amor, las mujeres y la muerte)

Esta soberana fuerza, que atrae exclusivamente, uno hacia otro, a dos individuos de sexo diferente, es la voluntad de vivir, manifiesta en toda la especie.



Trata de realizarse según sus fines en el hijo que debe nacer de ellos. Tendrá del padre la voluntad o el carácter, de la madre la inteligencia, de ambos la constitución física. Y sin embargo, las facciones reproducirán más bien las del padre, la estatura recordará más bien la de la madre... Si es difícil explicar el carácter enteramente especial y exclusivamente individual de cada hombre, no es menos difícil comprender el sentimiento asimismo particular y exclusivo que arrastra a dos personas una hacia otra.




El primer paso hacia la existencia, el verdadero punctum saliens de la vida, es, en realidad, el instante en que nuestros padres comienzan a amarse, y como llevamos dicho, del encuentro y adhesión de sus ardientes miradas; nace el primer germen del nuevo ser, germen frágil, pronto a desaparecer como todos los gérmenes. Este nuevo individuo es, en cierto modo, una idea platónica, y como todas las ideas hacen un esfuerzo violento para conseguir manifestarse en el mundo de los fenómenos, ávidas de apoderarse de la materia favorable que la ley de causalidad les entrega como patrimonio, así también esta idea particular de una individualidad humana tiende con violencia y ardor extremados a realizarse en un fenómeno. Esta energía, este ímpetu es precisamente la pasión que les futuros padres experimentan el uno por el otro. Tiene grados infinitos, cuyos dos extremos pudieran designarse con el nombre de amor vulgar y de amor divino, pero en cuanto a la esencia del amor, es en todas partes y siempre el mismo. En sus diversos grados, es tanto más poderoso cuanto más individualizado. En otros términos: es tanto más fuerte cuanto, por todas sus cualidades y maneras de ser, la persona amada (con exclusión de cualquiera otra) sea más capaz de corresponder a la aspiración particular y a la determinada necesidad que ha hecho nacer en aquel que la ama.La pasión es implícitamente lo que la individualidad es explícitamente.En el fondo esas dos cosas no son más que una sola.



Arturo Schopenhauer: El amor, las mujeres y la muerte, Traducción de A. López White. En línea:


jueves, 3 de marzo de 2011

Texto de Nietzsche (La gaya ciencia, Libro V, §§ 343-346)

Libro V. Nosotros, los sin miedo


§ 343. ...El más grande de los últimos acontecimientos –que «Dios ha muerto», que la fe en el Dios cristiano se ha hecho increíble– comienza ya a lanzar sus primeras sombras sobre Europa.
Por lo menos para aquellos pocos cuyos ojos y cuya suspicacia en sus ojos es lo bastante fuerte y fina para este espectáculo, precisamente parece que algún Sol se haya puesto, que una antigua y profunda confianza se ha trocado en duda. Nuestro viejo mundo tiene que parecerles a estos cada día más vespertino, más desconfiado, más extraño y «más viejo». Pero en lo esencial puede uno decir que el acontecimiento mismo es mucho mayor, mucho más lejano y más apartado de la capacidad de muchos que cuanto su conocimiento siquiera se permitiera tener por alcanzado. Y no hablemos de que muchos sepan ya lo que propiamente ha acontecido con esto, y todo cuanto en lo sucesivo tiene que desmoronarse, una vez que esta fe se ha corrompido, porque estaba edificado sobre ella; por ejemplo, toda nuestra moral europea.
Esta amplia plenitud con sus consecuencias de ruptura, destrucción, hundimiento, derrumbamiento que ahora tenemos ante nosotros, ¿quién sería capaz de adivinar ya hoy bastante de todo ello, para tener que hacerse el maestro y pregonero de esta ingente lógica de horror, el profeta de un oscurecimiento y eclipse de Sol, cuales no hubo probablemente nunca sobre la Tierra?…
Nosotros mismos, adivinadores de enigmas por nacimiento, quienes esperamos por así decirlo sobre las montañas, situados entre hoy y mañana y tendidos en la contradicción entre hoy y mañana.
Nosotros, primicias y primogénitos del siglo futuro, a quienes debieron haber llegado ahora ya a la cara propiamente las sombras que han de envolver en seguida a Europa, ¿en qué consiste, pues, que nosotros mismos, sin una justa participación en este oscurecimiento, esperemos con ansia su llegada, sobre todo sin preocupación y sin temor por nosotros? Puede que estemos aún demasiado bajo las consecuencias inmediatas de este acontecimiento, y estas consecuencias inmediatas, sus consecuencias, no son para nosotros, al contrario de lo que se pudiera esperar, tristes y tenebrosas en absoluto, antes bien como una nueva especie de luz difícil de describir, como una felicidad, un alivio, un recreo, un sustento, una aurora…
Efectivamente, nosotros, filósofos y «espíritus libres», ante la noticia de que el «viejo Dios ha muerto», nos sentimos como iluminados por una nueva aurora; nuestro corazón se inunda entonces de gratitud, de admiración, de presentimiento y de esperanza.
Finalmente se nos aparece el horizonte otra vez libre, por el hecho mismo de que no está claro, y por fin es lícito a nuestros barcos zarpar de nuevo, rumbo hacia cualquier peligro; de nuevo está permitida toda aventura arriesgada de quien está en camino de conocer; la mar, nuestra mar se nos presenta otra vez abierta, tal vez no hubo nunca, aún, una «mar tan abierta».
§ 344. En qué medida somos piadosos nosotros también
Se dice con razón que las convicciones no tienen derecho alguno de ciudadanía en la ciencia. Solo cuando se resuelven a descender a la modestia de una hipótesis, de una previa posición para una prueba, de una ficción normativa, puede concedérseles la entrada y un cierto valor dentro del imperio del conocimiento –en todo caso con la limitación de permanecer bajo vigilancia policial, bajo la policía de la desconfianza–.
Pero esto, si se considera más exactamente, ¿no quiere decir que solo cuando la convicción deja de serlo le es permitido conseguir su acceso a la ciencia? ¿No comienza el cultivo del espíritu científico cuando uno no se permite ya más convicciones?… Así es probablemente. Solo resta por preguntar, para que este cultivo pueda comenzar, si no ha de haber ya una convicción, y por cierto tan imperiosa e incondicional que se sacrifiquen por ella todas las restantes convicciones.
Se ve que también la ciencia se apoya sobre una fe, no existe ciencia alguna «libre de presupuestos». La pregunta de si es necesaria la verdad, no solo tiene que responderse afirmativamente ya con anterioridad, sino que ha de afirmarse hasta el extremo de que con ello se
expresa al mismo tiempo el juicio, la fe y la convicción de que «nada es más necesario que la verdad y todo lo demás, con relación a ella, tiene solamente un valor secundario». Esta incondicional voluntad de verdad ¿qué es? ¿Es la voluntad de no dejarse engañar?
Pues también en este último sentido pudiera interpretarse la voluntad por la verdad: suponiendo que entre la generalización de «no quiero engañar» está comprendido también el caso particular de «no quiero engañarme a mí mismo».
Pero, ¿por qué no engañar?, ¿por qué no dejarse engañar? Obsérvese que las razones para lo primero alcanzan un ámbito completamente distinto que las del segundo. Uno no quiere dejarse engañar, suponiendo que ser engañado es nocivo, peligroso y funesto; en este sentido, ciencia sería una gran prudencia, una precaución, una utilidad, contra la cual empero podría objetarse con razón: ¿cómo?, ¿es realmente menos nocivo, menos peligroso y menos funesto no-querer-dejarse-engañar? ¿Qué sabéis de antemano acerca del carácter de la existencia para poder discernir si la mayor ventaja está del lado de los absolutamente desconfiados o del de los enteramente confiados? Pero en el caso de que uno y otro debiera ser necesario, mucha confianza y mucha desconfianza, ¿de dónde podría entonces la ciencia tomar su fe incondicional, la convicción en que se apoya de que la verdad es más importante que ninguna otra cosa, y aun que toda otra convicción?
Precisamente no hubiera podido surgir esta convicción si se demostrase que de continuo son útiles ambas, verdad y no verdad, que es precisamente lo que ocurre. Por tanto, la fe en la ciencia, que ahora es indiscutible, no puede haber tenido su origen en semejante cálculo de la utilidad, sino más bien en que continuamente se hace patente esta, a pesar de la inutilidad y la peligrosidad de la «voluntad por la verdad», de la «verdad a todo precio». «A todo precio», ¡esto lo entendemos bastante bien una vez hemos inmolado y degollado una fe tras otra sobre este altar!
Por consiguiente, «voluntad de verdad» no significa «no quiero engañarme a mí mismo», sino –pues no queda otra elección– «no quiero engañar, ni siquiera a mí mismo…», y con esto estamos sobre el terreno de la moral. Pues uno se pregunta fundamentalmente a sí mismo: «¿por qué no quieres engañar?», particularmente si debiera mantener la apariencia –¡y la mantiene!– como si se hubiese instalado la vida sobre la apariencia, mejor quiero decir sobre el error, el engaño, el disimulo, el deslumbramiento y la obcecación voluntaria, y si por otra parte la forma grande de la vida se hubiese mostrado siempre realmente del lado de los más incuestionables polutr’poi. Un propósito semejante pudiera ser tal vez, interpretándolo suavemente, una quijotada, o una pequeña exaltación disparatada. Pero pudiera ser además algo peor, acaso un principio destructor antivital… «Voluntad de verdad» –esto pudiera ser una oculta voluntad de muerte–.
De este modo, la pregunta ¿para qué ciencia? nos lleva de nuevo al problema moral: ¿para qué moral en general si la vida, la naturaleza y la historia son «amorales»? No cabe duda de que quien es sincero, en aquel sentido último y atrevido que presupone la fe en la ciencia, afirma al mismo tiempo un mundo distinto del de la vida, de la naturaleza y de la historia. Y por el hecho de afirmar ese «otro mundo» ¿no tiene que negar, precisamente por esto, su correlato, este mundo, nuestro mundo?… Con todo se habrá comprendido cómo yo quiero pasar acto seguido más adelante, a saber que siempre existe además una fe metafísica en la que se apoya nuestra fe en la ciencia, que también nosotros, los que hoy estamos en el camino de conocer, nosotros ateos y antimetafísicos, encendemos también nuestro fuego en la lumbre que ha encendido la fe de milenios, esa fe cristiana, que fue también la fe de Platón de que Dios es la Verdad, que la Verdad es divina… Pero ¿qué ocurre, cuando esto precisamente se hace cada vez más increíble, cuando ya no se presenta nada divino, de no ser el error, la ceguera, la mentira…, cuando el mismo Dios se nos presenta como la mayor mentira?

§ 345. La moral como problema
La falta de personalidad ejerce su venganza por doquier. Una personalidad debilitada, menguada, amortiguada, que se niega y reniega de sí misma, ya no sirve para ninguna cosa buena… mucho menos es útil para la filosofía. El «desinterés» no tiene valor alguno ni en el cielo ni en la tierra.
Los grandes problemas reclaman todos gran amor, y solo los espíritus fuertes, redondos y seguros son aptos para esto, los que se sienten firmemente seguros de sí mismos. La diferencia más considerable consiste en si el pensador se entrega personalmente a sus problemas de tal modo que en ellos ponga su destino, su necesidad y su mayor felicidad o, por el contrario, «impersonalmente», es decir, que solo sabe tocarlos y cogerlos con las antenas del pensamiento frío y curioso. En el último caso, no se conseguirá nada de ello por mucho que se haya podido prometer; pues los grandes problemas, aun suponiendo que puedan cogerse, aun así se les escapan a las ranas y a los sietemesinos; tal es su gusto desde la eternidad –un gusto que comparten por lo demás con todas las mujerzuelas valientes–.
¿Cómo es posible que no haya encontrado a nadie, ni siquiera en los libros, que se situase en esta posición como persona con respecto a la moral, que reconociese la moral como su necesidad, tormento, placer y pasión personales?
Visiblemente hasta ahora la moral no fue problema, sino más bien aquello en que venían a ponerse de acuerdo unos con otros después de toda la desconfianza, discrepancia y contradicción, el lugar santificado de la paz, donde los pensadores descansaban incluso de sí mismos, tomaban aliento y surgían de nuevo. No veo a nadie que se haya atrevido a hacer una crítica de los juicios morales. Con respecto a esto, noto la falta incluso de tentativas de la curiosidad científica, de la imaginación pretenciosa y tentadora de psicólogos e historiadores, la cual fácilmente prevé un problema y lo coge al vuelo, sin saber a ciencia cierta lo que ha atrapado con ello. Apenas si yo he encontrado escasas piezas sueltas para conducirlo a una génesis de estos sentimientos y valoraciones (lo cual es algo distinto de una crítica de los mismos y aún más distinto de una historia de los sistemas éticos). Únicamente en un caso he hecho yo todo para estimular una inclinación y capacitación en esta especie de historia, pero inútilmente según hoy me parece. Ello tiene poca importancia para estos historiadores de la moral (especialmente para los ingleses); se sitúan regularmente, hasta con ingenuidad todavía, bajo el mundo de una moral determinada y se deshacen, sin saberlo, de sus escuderos y de su séquito; algo así como para esa superstición popular de la Europa cristiana, siempre de nuevo tan sinceramente repetida que ha puesto lo característico de la acción moral en el desinterés, en la negación de sí mismo, en sacrificarse-a-sí-mismo, o en la simpatía, en la compasión.
Su defecto más común en los presupuestos consiste en que ellos afirman cierto consensus de los pueblos, por lo menos de los pueblos domesticados, acerca de ciertos principios de la moral, y de ahí concluyen su obligatoriedad incondicional incluso para ti y para mí; o por contrario, una vez que se les ha descubierto la verdad de que las valoraciones morales son necesariamente diferentes en diversos pueblos, llegan a la conclusión de que ninguna moral es obligatoria, una y otra cosa son grandes niñerías.
El defecto de los más sutiles entre ellos consiste en que descubren y critican las opiniones, acaso disparatadas, de un pueblo sobre su moral o de los hombres sobre toda moral humana, y del mismo modo la superstición de la voluntad libre y cosas por el estilo acerca de su origen y de su sanción religiosa y precisamente con esto se figuran que han criticado esta misma moral. Pero el valor de un mandamiento «tú debes» es todavía fundamentalmente distinto e independiente de semejantes opiniones acerca del mismo y de la maleza del error junto con lo cual haya podido desarrollarse.
Esto es tan cierto como que el valor de un medicamento para un enfermo es independiente por completo de si el paciente tiene una idea científica de la medicina o tiene la idea de una vieja. Una moral pudiera incluso haber surgido de un error; aun viéndolo así no se hubiese tocado siquiera todavía el problema de su valor. Nadie ha puesto, pues, a prueba hasta ahora el valor de la más famosa de todas las medicinas, la llamada moral, para lo cual es de todo punto necesario en primer lugar que alguien por fin… la ponga en duda. ¡Ánimo, esta es precisamente nuestra tarea!
§ 346. Nuestro interrogante
Pero ¿no entendéis esto? Efectivamente, les costará trabajo entendernos. Buscamos palabras y acaso buscamos también oídos. ¿Quiénes somos, pues, nosotros? Si quisiéramos denominarnos sencillamente con expresiones antiguas, ateos o incrédulos y además inmoralistas, no creeríamos con eso ni mucho menos habernos caracterizado; somos las tres cosas en un estadio demasiado
tardío, para lo que se comprende, para lo que podéis comprender vosotros, mis señores curiosos, según el humor de cada uno.
¡No!, fuera con la amargura y la pasión del desarraigado que de su incredulidad tiene que componerse una fe, una finalidad y hasta un martirio. Hemos sido templados en la visión proyectiva y nos hemos hecho fríos e insensibles a que nada absolutamente en el mundo es divino, y aun ni siquiera razonable, compasivo o correcto conforme a la medida humana.
Lo sabemos, el mundo en que vivimos no es divino, ni moral, «ni humano»…, nos lo hemos entendido por demasiado tiempo falsa y engañosamente, pero conforme a deseo y voluntad de nuestra veneración, esto es, conforme a una necesidad subjetiva. Pues el hombre es un animal que venera. Y al mismo tiempo es también un desconfiado, y el hecho de que el mundo no vale tanto como habíamos creído, es acaso lo más seguro de cuanto se ha apoderado al fin de nuestra desconfianza. Cuanto haya de desconfianza, tanto de filosofía. Nos guardaremos muy bien de decir que vale menos.
Hoy se nos antoja como cosa de risa que el hombre quiera proponerse encontrar valores que debieran sobrepasar el valor del mundo real, precisamente estamos de vuelta de eso como de un extravagante desvarío de la vanidad y sinrazón humanas, que durante mucho tiempo no se les ha reconocido por tales. Su última expresión la tiene en el pesimismo moderno, su expresión anterior y más fuerte en la doctrina de Buda. También se encuentra en el cristianismo, si bien de manera dudosa y ambigua, pero no por ello menos seductora.
Toda esa actitud de «hombre frente a mundo», el hombre como principio «que niega-al-mundo», el hombre como medida valorativa de las cosas, como juez de los mundos, que pone la misma existencia, en último término, en los platillos de su balanza y encuentra que pesa muy poco –la inmensa insulsez de esta actitud se nos ha hecho consciente tal cual es y nos quita todo gusto–.
Ya nos reímos cuando encontramos que se pone juntos a «hombre y mundo», separados por la sublime arrogancia de la partícula «y». Pero ¿qué pasa? ¿No hemos avanzado un paso más, al reírnos, precisamente por esto, en el desprecio del hombre? Y por lo mismo ¿también en el pesimismo en el desprecio de la existencia que nos es cognoscible?
No hemos sucumbido precisamente por esto ante la suspicacia de una oposición, de una oposición del mundo en que nos encontrábamos hasta ahora, como en nuestra casa con nuestras veneraciones –y tal vez a causa de esto nos sosteníamos viviendo– y del otro mundo que somos nosotros mismos. Un recelo inexorable, fundamental y muy hondo sobre nosotros mismos que se apodera cada vez más y cada vez peor de nosotros, los europeos, y fácilmente pudiera poner a las generaciones futuras ante la más terrible disyuntiva de elegir «¡o acabáis con vuestras veneraciones o… con vosotros mismos!». Lo último sería el nihilismo, pero ¿no sería también el nihilismo lo primero?
Este es nuestro interrogante.
Friedrich Nietzsche, El gay saber, libro V, Austral, 1986 (trad. de Luis Jiménez Moreno)

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Texto sobre Schopenhauer (de Abbagnano)


Primero: De la cuarta raíz del principio de razón suficiente. (Ueber die vierfache Wurzel des Satzes vom zureichenden Grunde).

El principio de razón suficiente: "nihil est sine ratione cur potius sit quam non sit", nada exite sin que haya una razón para que sea.

Segundo: El mundo como voluntad y representación (Die Welt als Wille und Vorstellung)

Tercero: estética.

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SCHOPENHAUER por Abbagnano

580. VIDA Y ESCRITOS

Adversario del idealismo en el terreno del racionalismo optimista, Arturo Schopenhauer comparte con él el espíritu romántico y la aspiración a lo infimito. Nació en Danzig el 22 de febrero de 1788; su padre era banquero, y su madre, Juana, una conocida escritora de novelas. Viajó en su juventud por Francia e Inglaterra y, después de la muerte de su padre, que quería dedicarlo al comercio, frecuento la Universidad de Gotinga, donde tuvo por maestro al escéptico Schulze. En su formación influyeron las doctrinas de Platón y de Kant. Kant fue considerado siempre por Schopenhauer como el filósofo más original y de más talla que jamás apareciera en la historia del pensamiento.

En 1811, en Berlín, Schopenhauer seguía las lecciones de Fichte; en 1813 se graduó en Jena con su tesis La cuádruple raíz del principio de razón suficiente. En los años siguientes (1814-18), Schopenhauer vivió en Dresde. Allí se dedicó a escribir una obra, Sobre la vista y los colores (1816), en defensa de las doctrinas científicas de Goethe, con el que había trabado una buena amistad durante su permanencia en Weimar, y preparó para la imprenta su obra principal, El mundo como voluntad y representación, que fue publicada en 1819. Después de un viaje a Roma y a Nápoles, ingresó en 1820 como docente libre en la Universidad de Berlín, y hasta 1832 dio en ella sus cursos libres, sin demasiado entusiasmo y sin ningún éxito. Entre 1822 y 1825 fue de nuevo a Italia. La epidemia de cólera de 1831 le hizo huir de Berlín y se estableció en Frankfurt am Main (Fráncfort del Meno), donde permaneció hasta su muerte, acaecida el 21 de septiembre de 1861.

Mientras, en 1836, había publicado La voluntad en la naturaleza, y en 1841, Los dos problemas fundamentales de la ética. Su última obra, Parerga y paralipómena, fue publicada en 1851, y es un conjunto de tratados y de ensayos, algunos de los cuales, por su forma popular y brillante, contribuyeron no poco a difundir su filosofía. Comprenden, entre otros: La filosofía de la universidad, Aforismos sobre la sabiduría de la vida, Pensamientos sobre asuntos diversos.

La obra de Schopenhauer no alcanzó éxito inmediato, tuvo que esperar más de veinte años para publicar la segunda edición de El mundo como voluntad y como representación, edición que enriqueció con un segundo volumen de notas y suplementos. Era el período de mayor floración idealista a la cual Schopenhauer se oponía despectivamente, dirigiendo a Fichte, a Schelling, a Hegel y a sus seguidores los más ásperos sarcasmos. El [126] idealismo es despectivamente definido por él como la “filosofía de las universidades", es una filosofía farisaica que no está al servicio de la verdad, sino de intereses vulgares, y por ello no se preocupa más que de justificar sofísticamente las creencias y los prejuicios que resultan útiles a la Iglesia y al Estado.


A Fichte y a Schelling, Schopenhauer les reconoce aún cierto ingenio, aunque mal empleado; pero en cuanto a Hegel, es “un charlatán pesado y necio”, y su filosofía, “una bufonada filosófica”, “la más vacía e insignificante cháchara con la que jamás se haya complacido una cabeza de alcornoque”, expresada en la “jerga más repugnante, al mismo tiempo que insensata, que recuerda el delirio de los locos”. Schopenhauer 'no trata mejor, por otra parte, ni siquiera a Schleiermacher, Herbart y Fries. En el lenguaje florido y pintoresco que emplea para expresar su- poco benévola apreciación de la filosofía contemporánea se manifiesta continuamente la exigencia, que sintió de manera intensísima, de la libertad de la filosofía, exigencia que le hace indignarse ante la divinización que del Estado hacía Hegel. “Qué mejor preparación para los futuros empleados administrativos y jefes de negociado que ésta que enseñaba a dar la vida entera al Estado, a pertenecerle en alma y cuerpo como la abeja a la colmena, y a no tener otra mira que llegar a ser una rueda capaz de cooperar a mantener en pie la gran máquina del Estado. El jefe de negociado y el hombre eran así una sola y misma cosa...”

581. LA VOLUNTAD INFINITA

El punto de partida de la filosofía de Schopenhauer es la distinción kantiana entre los fenómenos y el nóumeno. Pero esta distinción la entiende Schopenhauer en un sentido que nada tiene de común con el genuinamente kantiano. Para Kant, el fenómeno es la realidad, la única realidad posible para el conocimiento humano; y el nóumeno es el límite intrínseco de este conocimiento. Para Schojenhauer, el fenómeno es apariencia, ilusión, sueño, lo que la filosofía mdia llama “velo de Maya”; y el nóumeno es la realidad que se oculta detrás del sueño y la ilusión. Desde el principio, Schopenhauer conduce el concepto de fenómeno hacia un sentido totalmente extraño al espíritu de Kant y extraído de la filosofía india y budista, que conocía profundamente. Y sobre esta base presenta su filosofía como la culminación necesaria de la de Kant: él ha descubierto la vía de acceso al noúmeno, que Kant consideraba inaccesible. Schopenhauer no hace ningún caso de la doctrina moral de Kant, que había afirmado que en la fe moral y en sus condiciones (postulados de la razón práctica) existía la posibilidad de una relación del hombre con el mundo nouménico. Pera él, Kant es el Kant de la Crítica de la razón pura; más aún: sólo el de la primera edición de dicha Crítica. El camino de acceso al nóumeno que Schopenhauer descubre, es la voluntad: no la voluntad finita, individual y consciente, sino la voluntad infinita, y, por eso, una e indivisible, independiente de toda individuación. Tal voluntad, que vive en el hombre como en cualquier otro ser de la naturaleza, es, pues, un principio infinito, de típica inspiración romántica. Schopenhauer aborrecía la filosofía de los aburridos idealistas; pero precisamente en virtud de esta oposición su [127] filosofía conserva con ella una estrecha relación. Para Hegel, la realidad es razón, y para Schopenhauer es voluntad irracional; pero, para uno y otro, sólo lo infinito es real y lo finito es apariencia. Hegel llega a un optimismo que justifica todo lo que existe; Schopenhauer desemboca en un pesimismo que tiende a negar y suprimir toda la realidad. Pero uno y otro están dominados por la misma avidez de lo infinito y descuidan igualmente lo individual, que también para Schopenhauer es mera apariencia. Si Hegel identifica la libertad con la necesidad dialéctica, Schopenhauer la. niega explícitamente por contraria al determinismo que reina en todo el mundo fenoménico.


La voluntad infinita está interiormente escindida, es discorde y devoradora de sí misma: es, esencialmente, desdicha y dolor. Schopenhauer se declara partidario y profeta de la liberación de la voluntad de vivir y halla el camino de la liberación en el ascetismo. Sin embargo, personalmente aún no se siente empeñado en esta tarea. No obstante el carácter profético de su filosofía, Schopenhauer no ve en la filosofía más que una suma de conceptos abstractos y genéricos que hacen de ella “una repetición completa y como un reflejo del mundo en conceptos abstractos” (Mundo, I, § 15). Por lo tanto, el filósofo no es comprometido por las enseñanzas de su filosofía. “Que el santo sea un filósofo, es tan innecesario como que el filósofo sea un santo: como no es preciso que un hombre muy hermoso sea un pan escultor, o que un gran escultor sea un hombre bello. Por otra parte, seria absurdo pretender de un moralista que sólo recomiende las virtudes que él posee. Reflejar de manera abstracta, universal, límpida, en conceptos, la moral esencial del mundo, y así, cual una imagen reflejada, fijarla en conceptos permanentes y siempre ordenados de la razón: esto, y no otra cosa, es filosofía” (Ib., I, § 68). De esta suerte, Schopenhauer ni siquiera se propuso emprender el camino de la liberación ascética, tan elocuentemente defendida por él como último resultado de su filosofía. En realidad, permaneció aferradísimo a aquella voluntad de vivir de la que tanto predicaba la necesidad de liberarse. Y cuando, después de la muerte de Hegel, decayó la moda del hegelianismo y la atención del público comenzó a volverse hacia él, se alegró en sumo grado. Su personalidad cae por completo fuera de su filosofía, la cual queda privada, por ello, del máximo mérito de toda filosofía: el testimonio vivo del filósofo que la ha elaborado.

582. EL MUNDO COMO REPRESENTACION

“El mundo en mi representación”: con este aserto se inicia la obra principal de Schopenhauer. Este principio, como los axiomas de Euclides, resulta evidente apenas es comprendido. La filosofía moderna, desde Descartes hasta Berkeley, ostenta el mérito de haber llevado a su pleno conocimiento este principio. Ello significa que la verdad filosófica debe, en todo caso, ser idealista. “Nada más cierto – dice Schopenhauer (El mundo, II, c. 1) – que nadie puede salir de sí mismo para identificarse directamente con las cosas distintas de él; todo aquello de que tiene conocimiento cierto, es decir, inmediato, se encuentra dentro de su conciencia”. La representación tiene dos aspectos esenciales e inseparables, cuya distinción constituye la [128] forma general del conocimiento: ser abstracta o concreta, pura o empírica. De una parte está el sujeto de la representación, que es aquello que lo conoce todo, pero que no es conocido por nadie, porque no puede llegar a ser nunca objeto de conocimiento. De otra parte está el objeto de la representación, condicionado por las formas a priori del espacio y del tiempo que en él producen la multiplicidad. El sujeto está futra del espacio y del tiempo, y está, total e indiviso, en todo ser capaz de poseer representaciones. “Uno sólo de estos seres integra, con el objeto, el mundo como representación, con tanta plenitud como los millones de seres existentes. Pero si también este ser se desvaneciera, cesaría de existir el mundo como representación” (Ib., I, § 2). No puede haber objeto sin sujeto, ni sujeto sin objeto. El materialismo queda excluido porque niega el sujeto reduciéndolo a objeto (a la materia). El idealismo (el de Fichte) queda eliminado porque supone la tentativa opuesta, e igualmente imposible, de negar el objeto reduciéndolo a sujeto.


Ahora bien, la realidad del objeto se reduce a su acción. La pretensión de que el objeto tenga existencia fuera de la representación que de él tiene el sujeto, y de que, por tanto, el objeto intuido no se agote en su acción, carece de sentido, incluso es contradictoria. La acción causal del objeto sobre otros objetos constituye toda la realidad del objeto mismo. En consecuencia, si se llama materia al objeto del conocimiento, la realidad de la materia' se agota en su causalidad. De esta afirmación, Schopenhauer deduce como primera consecuencia la eliminación de toda diferencia notable entre vigilia y ensueño. Lo que afirmó la antiquísima filosofía india, lo que han dicho los poetas de todos los tiempos, desde Píndaro hasta Calderón, encuentra, según Schopenhauer, una confirmación decisiva en la conclusión idealista de la filosofía moderna: la vida es sueño, y se distingue del sueño propiamente dicho tan sólo por su mayor continuidad y conexión interior (El Mundo…, I, § 5). La segunda consecuencia es que la función fundamental de la inteligencia es la intuición inmediata de la relación causal existente entre sus objetos: la realidad de estos objetos consiste, en efecto, como se ha visto, exclusivamente en su causalidad. La inteligencia es, pues, esencialmente intuitiva, en oposición con la razón, que es, en cambio, esencialmente discursiva y sólo opera con conceptos abstractos (Ib., I, § 8). Los conceptos abstractos son irreductibles a las intuiciones intelectuales, por cuanto derivan de éstas y las presuponen (Ib., I, § 10). El saber propiamente humano es conocimiento abstracto, esto es, mediante conceptos; pero tal saber no tiene otro fundamento de su certeza que la propia intuición intelectual. Schopenhauer considera que incluso la geometría se funda por completo en la intuición, por lo que adquiriría mayor evidencia si adoptase explícitamente el método intuitivo (Ib., l, § 15).


Espacio, tiempo y causalidad constituyen las formas a priori de la representación, es decir, las condiciones a que ha de someterse todo objeto intuido. De aquí la importancia que Schopenhauer da al principio de causalidad, cuyas distintas formas determinan las categorías de los objetos cognoscibles. En su ensayo La cuádruple raíz del principio de razón suficiente, Schopenhauer había distinguido cuatro formas del principio de causalidad y cuatro clases de objetos cognoscibles correspondientes.


1º. El principio de razón suficiente del devenir regula las relaciones entre las cosas [129] naturales y determina la sucesión necesaria del efecto a la causa. Esta forma delimita las representaciones intuitivas, completas y empíricas: esto es, de las cosas o de los cuerpos naturales. En los diversos aspectos de esta forma de causalidad se funda la diferencia entre el cuerpo orgánico, la planta y el animal: el cuerpo orgánico es determinado en sus cambios por causas (en el sentido restringido de la palabra); la planta, por estímulos; el animal, por motivos.


2º. El principio de razón suficiente del conocer regula las relaciones entre juicios y hace deperider la verdad de la conclusión de la de las premisas. Esta forma de principio delimita aquella clase de conocimientos que tan sólo posee el hombre, es decir, los conocimientos racionales verdaderos y propios.


3º. El principio de razón suficiente del ser regula las relaciones entre las partes del tiempo y del espacio, y por eso mismo determina la concatenación lógica de los entes
aritméticos y geométricos. Por tanto, en él se funda la verdad de los conocimientos matemáticos.


4º. El principio de razón suficiente del obrar regula las relaciones entre las acciones y las hace depender de sus motivos. La motivación es, por ello, una clase particular de la causalidad y, precisamente, la causalidad vista desde el interior mismo del sujeto agente.

Estas cuatro formas de principio de causalidad constituyen cuatro formas de necesidad que dominan todo el mundo de la representación: la necesidad lógica según el principio de la ratio cognoscendi; la necesidad física según la ley de la causalidad; la necesidad matemática según el principio de la ratio essendi, y la necesidad moral, según la cual todo hombre, como todo animal, debe cumplir la acción sugerida por el motivo, cuando este motivo se le ha representado. Esta última forma de necesidad excluye, evidentemente, la libertad de la voluntad humana, que de hecho no existe, según Schopenhauer. El hombre, como representación, es solamente un fenómeno entre otros fenómenos, y está sometido a la ley general de los fenómenos mismos, que es la causalidad, en la forma específica que le es propia: la de la motivación. Pero, puesto que la realidad no se reduce por completo a la representación, que sólo es fenoménica, hay para el hombre otra posibilidad de considerarse libre, posibilidad ligada a la esencia nouménica del mundo y de sí mismo.

583. EL MUNDO COMO VOLUNTAD

Si el mundo fuese sólo representación, se reduciría a una visión fantástica o a un sueño inconsciente. Pero no es sólo representación y revela en el hombre mismo su realidad última, su nóumeno. El hombre, por tanto, como sujeto cognoscente, está fuera del mundo de la representación y de su causalidad; como cuerpo está dentro de este mundo y sometido a su acción causal. Pero el cuerpo mismo no es dado al hombre como mero fenómeno, esto es, no es únicamente intuido por él como una representación entre las otras representaciones. Le es dado de modo más intrínseco e inmediato: como voluntad. Se admite corrientemente que los actos y los movimientos del cuerpo son efectos de la voluntad; para Schopenhauer son la voluntad misma en su manifestación objetiva, en su objetivización. El cuerpo entero no es más que la objetividad de la voluntad, la voluntad convertida en objeto [130] de intuición o representación. La voluntad es, pues, la cosa en sí, la realidad interna, de la cual la representación es fenómeno o apariencia.


“El fenómeno es representación y nada más; toda representación, de cualquier especie que sea, todo objeto, es fenómeno. La cosa en sí, por el contrario, es solamente la voluntad; ésta, como tal, no es representación, sino algo toto genere diverso. Toda representación, todo objeto, es un fenómeno, una exteriorización visible u objetivación de la voluntad. Ella es lo íntimo del ser, el núcleo de cada individuo e igualmente del todo. Se manifiesta en toda fuerza ciega natural y también en la conducta meditada del hombre. La diferencia que separa la fuerza ciega del proceder reflexivo proviene del distinto grado de manifestación, y no de la esencia de la voluntad que se manifiesta” (Ib., I, § 21).


Como cosa en sí, la voluntad se sustrae a las formas propias del fenómeno, esto es, al espacio, al tiempo y a la causalidad. Estas formas constituyen el principium individuationis, porque individualizan y multiplican los seres naturales. La voluntad que se sustrae a tales formas se sustrae al principio de individuación; es, pues, única en todos los seres. Además, por sustraerse a la causalidad, la voluntad obra de manera absolutamente libre, sin motivación, y es, por tanto, irracional y ciega. Schopenhauer la identifica con las fuerzas que actúan en la naturaleza, fuerzas que adoptan aspectos y nombres diversos (gravedad, magnetismo, electricidad, estímulo, motivo) en sus manifestaciones fenoménicas, pero que en sí son una única e idéntica fuerza: la voluntad de vivir.


La objetivación de la voluntad en la representación tiene grados diversos. Todo grado es una idea en sentido platónico: una forma eterna o un modelo, una especie, que luego se individualiza y multiplica en el mundo de la representación, por obra del tiempo, del espacio y de la causalidad. La ley natural es la relación de la idea con la forma de su fenómeno. El grado más bajo de la objetivación de la voluntad está constituido por las fuerzas generales de la naturaleza. Los grados superiores son las plantas y los animales hasta el hombre, en los cuales comienza a aparecer la individualidad verdadera y propia. A través de estos grados, la voluntad una tiende a una objetivación cada vez más elevada; por esto aparta los grados inferiores del propio fenómeno, después de haberlos empujado al conflicto con objeto de triunfar sobre ellos y objetivarse en un nivel superior. Todo grado de objetivación de la voluntad opone al otro la materia, el espacio y el tiempo, e implica, por tanto, lucha, batalla y victorias alternantes. Esto sucede: tanto en la naturaleza inorgánica como en el mundo vegetal y animal, e incluso entre los hombres. En los grados inferiores, la voluntad aparece como un impulso ciego, una sorda agitación. En los animales llega a ser representación intuitiva y cesa de obrar como impulso ciego. En los hombres llega a ser razón que actúa en virtud de motivos Pero lo que gana la voluntad en claridad lo pierde en seguridad: la razón está sujeta al error y, como guía de la vida, falla muchas veces en su objetivo. Esto no impide que haya surgido expresamente al servicio de la voluntad y que sea su esclava (Ib., I, § 27), De esta esclavitud puede librarse sólo a través del arte y a través de la ascesis.


584. LA LIBERACION DEL ARTE


La primera e inmediata objetivación de la voluntad es la idea, en el sentido de especie, de esencia universal y genérica. La idea está fuera del espacio y del tiempo, fuera del principio de causalidad en todas sus formas y, por lo tanto, fuera del conocimiento común y científico, vinculado precisamente al espacio, al tiempo y a la causalidad. Está también fuera del individuo como tal, que sólo conoce objetos particulares, objetos que son objetivación mediata de la voluntad y mediata de las ideas. Los objetos particulares – las cosas y los seres existentes en el espacio y en el tiempo –, por su multiplicidad y su mutabilidad, no constituyen una objetivación adecuada y plena de la voluntad. Objetivación adecuada y plena lo es solamente la idea. Y la idea no es el objeto del conocimiento, sino sólo el del arte, que es obra del genio. Ahora bien, mientras el conocimiento y, por consiguiente, la ciencia, está continuamente prisionera en las formas del principio de individuación y esclavizada a las necesidades de la voluntad, el arte es conocimiento libre y desinteresado. Quien contempla las ideas no es el individuo natural, sometido a las exigencias de la voluntad, sino el sujeto puro del conocimiento, el ojo puro del mundo. El genio es la actitud de contemplación de las ideas en su grado más elevado. “Mientras para el hombre corriente – dice Schopenhauer (El Mundo…, l, § 36) – el patrimonio cognoscitivo propio es la linterna que ilumina el camino, para el hombre genial es el sol que revela el mundo".


La contemplación estética sustrae al hombre de la cadena infinita de las necesidades y de los deseos con una satisfacción inmóvil y completa. Esta satisfacción no se alcanza jamás de otra forma. “Ningún objeto de la voluntad, una vez logrado, puede producir una satisfacción duradera, que sea inmutable; se asemeje sólo a la limosna que, dada al mendigo, prolonga hoy su vida para continuar mañana su tormento” (Ib., l, § 38). En la contemplación estética, en cambio, la cadena de las necesidades se interrumpe porque el individuo mismo es, en cierto modo, anulado. “La pura objetividad de la intuición, en virtud de la cual llega a ser conocida no ya la cosa particular como tal, sino la idea de su especie, resulta determinada por el hecho de que ya no se es consciente de sí mismo, sino sólo de los objetos intuidos; por consiguiente, la propia conciencia permanece simplemente como el sostén de la existencia objetiva de aquellos objetos" (Ib., II, c. 30). En esto consiste la analogía y, finalmente, la afinidad del arte con la anulación de la voluntad, debida al ascetismo. Cuando, al elevarnos a la contemplación de la idea, entramos en lucha con los impulsos discordantes de la voluntad, tenemos el sentimiento de lo sublime, el cual, precisamente por esta lucha, se distingue del sentimiento de lo bello en que aquella no se da (Ib., I, § 39).


Las diferentes artes corresponden a grados diversos de objetividad de la voluntad. Van desde la arquitectura, que corresponde al grado inferior de objetividad (esto es, a la materia inorgánica), a través de la escultura, la pintura y la poesía, hasta la tragedia, que es el arte superior. La tragedia revela el íntimo conflicto y la lucha de la voluntad consigo misma. “El dolor sin nombre, el afán de la humanidad, el triunfo de la perfidia, la tiránica influencia de las circunstancias y el derrumbamiento fatal de los justos y de [132] los inocentes, son presentados por la tragedia a plena luz, y se alcanza así un indicio muy significativo de la naturaleza del mundo y del ser" (Ib., l, § 51). Entre las diversas artes, la música merece un lugar especial. A diferencia de las demás, la música no corresponde a las ideas, sino que, como las ideas mismas, es revelación inmediata de la voluntad. “La música es una objetivación e imagen de la voluntad tan directa como el mundo, o incluso como las ideas mismas, cuya múltiple manifestación fenoménica constituye el mundo de los objetos particulares” (Ib., I, § 52). La música es, por ello, el arte más universal y profundo, el lenguaje universal en grado sumo, “el cual es, respecto a la universalidad de los conceptos, poco más o menos lo que éstos son respecto a la singularidad de las cosas”.


Todo arte es liberador: el placer que procura es la cesación del dolor de la necesidad, cesación alcanzada merced al desasimiento del conocimiento respecto a la voluntad y a su actitud de contemplación desinteresada. Pero la liberación del arte es, sin embargo, siempre temporal y parcial. No redime al hombre de la vida sino por breves instantes y no es un camino para sustraerse a la vida, sino solo un alivio de la vida misma. El camino de la liberación total es por esto mismo, distinto e independiente del arte.

585. LA VIDA COMO DOLOR

En el umbral del tratado de ética, que debe indicar el camino de la liberación humana de la voluntad de vivir, Schopenhauer se debate con el problema de la libertad. Cómo puede el hombre liberarse de la voluntad si no es libre frente a ella, si es un esclavo de la voluntad misma? En el Ensayo sobre el libre albedrío (1840), incluido en los Dos problemas fundamentales de la ética, Schopenhauer se había ya pronunciado claramente contra una libertad entendida como liberum arbitrium indifferentiae. Al mismo tiempo, interpretando a su modo la doctrina de Kant, había situado la libertad en la esencia nouménica o inteligible del hombre. A esta solución se inclina también en su obra principal. El fenómeno, todo fenómeno, está sometido a una de las formas del principio de razón suficiente; de ahí que sea necesario. Pero el nóumeno escapa a aquellas formas ; así pues, es libertad, y es libertad en el sentido más vasto y extenso: es libertad como omnipotencia. Es omnipotente, por tanto, la voluntad en sí, el nóumeno de todas las cosas, y, por ello, también del hombre. Pero el hombre es sólo un fenómeno de la voluntad, la cual en sí es una e indivisible; cómo puede ser, pues, libre? Schopenhauer distingue el carácter empírico del hombre, que es puro fenómeno y, por tanto, necesario y determinado, y el carácter inteligible, que es un acto de voluntad fuera del tiempo y, por ello, indivisible e inmutable. El carácter inteligible se manifiesta en las acciones y determina la naturaleza del carácter empírico; pero no por ello está en la mano del hombre, porque éste no puede escogerlo; es la voluntad quien lo escoge para él. Al carácter inteligible y al carácter empírico se añade después el carácter adquirido, que se forma viviendo, al ir utilizando las cosas del mundo, y consiste en la conciencia clara y abstracta del propio carácter empírico. En todo esto aún no hay trazas de libertad. Pero la voluntad es en sí misma libre y puede promover en el hombre y para el hombre su propia liberación. [133]


Esto sucede sólo en aquel acto en que la voluntad misma llega “a la plena conciencia en sí, al claro y exhaustivo conocimiento de su propio ser, tal como se refleja en el mundo” (Ib., I, § 55). Pero cómo esta conciencia de la voluntad, este su autoconocimiento o autoobjetivación – que no puede ser sino producto de la voluntad misma – pueda anular o atenazar la voluntad omnipotente, es cosa que Schopenhauer no se detiene a explicar.


La autonegación de la voluntad debe ser, pues, producto del claro y límpido conocimiento que la voluntad tiene de sí misma. Lo fundamental de este conocimiento es que la vida es dolor y que la voluntad de vivir es el principio del dolor. Querer significa, en efecto, desear y el deseo implica la ausencia de lo que se desea. Deseo es falta, deficiencia, indigencia, por consiguiente, dolor. La vida se lanza a un esfuerzo constante para vencer el dolor, esfuerzo que resulta vano en el momento mismo en que alcanza su término. La satisfacción del deseo y de la necesidad origina inmediatamente un nuevo deseo o una nueva necesidad, de modo que esa satisfacción nunca tiene carácter definido y positivo: el placer es la cesación del dolor y, por tanto, un estado negativo y pasajero. Por otra parte, cuando el aguijón de los deseos y de las pasiones se hace menos intenso sobreviene el hastío, que es aún más insoportable que el dolor. La vida es, por esto, un continuo oscilar entre el dolor y el hastío; de los siete días de la semana, seis corresponden a la fatiga y a la necesidad, y el séptimo al hastío (Ib., I, § 57). Contra la tesis de Leibniz, de que éste es el mejor de los mundos posibles, Schopenhauer afirma radicalmente lo opuesto, es decir, que es el peor de los mundos posibles. Posible no es lo que puede imaginarse con la fantasía, sino lo que realmente puede existir; y por poco peor que el mundo fuera, ya no podría existir. Así pues, no pudiendo ser posible un mundo peor, por no poder existir, éste es, precisamente, el peor de los mundos posibles. ‘"El optimismo no es más – dice Schopenhauer, repitiendo a su modo una tesis de Hume – que la autoalabanza injustificada del verdadero creador del mundo, es decir, de la voluntad de vivir, la cual se mira complacida en su propia obra: de aquí que sea no sólo una doctrina falsa, sino incluso perniciosa” (Mundo, Il, c. 46).


Sin embargo, Schopenhauer admite el finalismo en la naturaleza y habla de una finalidad interna por la cual todas las partes de un organismo singular convergen a la conservación del mismo y de su especie; también habla de una finalidad externa que consiste en la relación entre la naturaleza orgánica y la inorgánica que hace posible la conservación de toda la naturaleza orgánica (Ib., I, § 28). Pero Schopenhauer no dice cómo se concilia este finalismo con el pesimismo, esto es, con la tesis de que nuestro mundo es el peor de los mundos posibles. Solamente observa que el finalismo garantiza la conservación de la especie, no la de los individuos de cada especie, los cuales son presa de la incesante guerra exterminadora que la voluntad de vivir lleva contra sí misma. Pero es obvio que un número determinado de individuos tenga que salvarse si se ha de conservar la especie; por tanto, la salvación de dichos individuos debe formar parte del finalismo general.


En cambio, por lo que respecta al mundo 'de la historia, el pesimismo de Schopenhauer es más coherente. Y así afirma que la verdadera filosofía de la historia no consiste en elevar los objetivos pasajeros de los hombres a objetivos absolutos y eternos y en construir artificiosamente su progreso, [134] sino en saber que la historia, desde el principio hasta el final de su desenvolvimiento, repite siempre la misma trama, bajo diferentes nombres y trajes distintos. Este único hecho es el moverse, el actuar, el sufrir; en una palabra, el destino del género humano, tal como surge de la característica fundamental del hombre: muchas cosas malas, pocas buenas. Por tanto, la única utilidad que puede tener la historia es la de d".r al género humano la conciencia de sí mismo y del propio destino. Un pueblo que no conozca su historia vive como el animal: sin darse razón de su pasado, limitado e inmerso en el presente. Lo que hace la razón para el individuo, lo hace la historia para una totalidad de individuos; refiere el presente al pasado y anticipa el futuro. Por esto, toda laguna en la historia es como una laguna en la autoconciencia del hombre; y en presencia de un monumento de la antigüedad que haya sobrevivido a su historia, el hombre permanece ignorante y estupefacto, como el animal ante las acciones humanas o como el sonámbulo que por la mañana descubre lo que él mismo ha hecho estando dormido (Ib., II, c. 38).

586. EL ASCETISMO

El fundamento de la ética de Schopenhauer es la continua laceración que la voluntad hace de sí misma; laceración que en el individuo es la contraposición y la insurrección continua de las necesidades, y fuera del individuo, la contraposición que la voluntad tiene de vivir escindida y discorde en los diversos individuos. Sólo tiene un remedio: el reconocer 1a unidad fundamental de la voluntad en todos los seres y, por tanto, el considerar a los demás como iguales a nosotros mismos. El hombre malvado no sólo es el atormentador, sino también el atormentado; sólo por un ensueño ilusorio se cree aparte de los demás y libre de su dolor. El remordimiento temporal o la angustia permanente, que acompañan a la maldad, son la oscura conciencia de la unidad de la voluntad en todos los hombres. Toda maldad es injusticia, esto es, desconocimiento de esta unidad. Toda bondad es justicia, o sea, reconocimiento de esta unidad por debajo del velo de Maya, por debajo de la ilusoria multiplicidad del principium individuationes. Pero la justicia es sólo el primer grado de aquel reconocimiento; el grado superior es la bondad, que es el amor desinteresado a los otros. Cuando este amor es perfecto, consigue que el otro individuo y su destino sean parejos a nosotros mismos y a nuestro destino: no se puede ir más allá, puesto que no hay razón alguna para preferir las otras individualidades a la nuestra. Ahora bien, así entendido, el amor no es otra cosa que compasión: “es siempre, tan sólo, el conocimiento del dolor de los demás, hecho comprensible a través del dolor propio y puesto a la par con éste” (Ib., l; § 67). En este grado, el individuo ve en todo dolor ajeno el suyo propio, porque reconoce en todos los otros seres su más verdadero e íntimo yo. El velo de Maya se ha rasgado por completo para él y está preparado para la liberación total.


Esta liberación es la ascesis. Por ella, la voluntad cambia de dirección, no afirma ya su propia esencia, reflejándose en el fenómeno, sino que la rechaza. La ascesis es “el horror del hombre ante el ser del cual es expresión [135] su propio fenómeno, ante la voluntad de vivir, ante lo nuclear y esencial de un mundo que vemos lleno de dolor” (Ib., I, § 68). El asceta deja de amar la vida, no ata su voluntad a nada, guarda en sí mismo la máxima indiferencia por todo. El primer paso de la ascesis es la castidad perfecta, que nos libera de la primera y fundamental manifestación de la voluntad de vivir, a saber, del impulso a la generación. Tal impulso domina, según Schopenhauer, todas las formas del amor sexual, que, por muy espiritual que pueda parecer, está siempre bajo la presión de los intereses y de las exigencias de la generación. La elección individual en el amor no es verdaderamente individual, sino elección de la especie y llevada a cabo según los intereses de la especie. Para Schopenhauer, la voluntad de vivir aparece en esta función como “el genio de la especie”, que suscita y determina las elecciones, los enamoramientos, las pasiones, con objeto de garantizar la continuidad y la prosperidad de la especie misma. En toda relación, incluso en la más elevada, entre individuos de distinto sexo, no hay más que “una meditación del genio de la especie sobre el individuo, posible gracias a los dos y sobre la combinación de sus cualidades” (Ib., II, c. 44).


Se comprende, por tanto, que la primera exigencia de la liberación ascética de la voluntad de vivir haya de ser el librarse totalmente del impulso sexual, es decir, la castidad absoluta. La resignación, la pobreza, el sacrificio y las otras manifestaciones del ascetismo tienden al mismo fin: liberar la voluntad de vivir de su propia cadena, romperla y anularla. Si la voluntad de vivir fuese anulada por completo en un solo individuo, perecería toda, porque es única. El hombre tiene la misión de liberar radicalmente del dolor a toda la realidad: a través del hombre, el mundo entero será redimido.


Schopenhauer busca la confirmación de esta tesis en la filosofía india, en el budismo y en los místicos cristianos. Y ve en la supresión de la voluntad de vivir el único acto verdadero de libertad que le es posible al hombre. El suicidio no sirve para este fin, porque no es una negación de la voluntad, sino una enérgica afirmación de la misma. De hecho, el suicida quiera la vida; sólo esta descontento de las condiciones en que le ha tocado vivir; destruye, pues, el fenómeno de la vida, su cuerpo, pero no la voluntad de vivir, que por ello mismo no queda afectada o disminuida con su gesto (Ib., I, § 69). El hombre es, como fenómeno, un anillo de la cadena causal: lo que hace está determinado necesariamente por su carácter, y su verdadero carácter es inmutable. Pero cuando conoce la voluntad como cosa en sí, se sustrae a la determinación de los motivos que actúan sobre él en tanto que fenómeno: este conocimiento no es un motivo, sino un quietivo de su querer, y el carácter mismo del hombre puede ser así anulado y destruido por dicho conocimiento (Ib., I, § 70). Con ello, el hombre se hace libre, se regenera y entra en aquel estado que los cristianos llaman estado de gracia. El término en el cual puede entonces situarse y descansar en la nada, la pura nada, la aniquilación absoluta de todo lo existente, en cuanto es vida y voluntad de vivir. “Lo que resta después de la supresión completa de la voluntad – dice Schopenhauer al final de su obra (Ib., l, § 71) – es, ciertamente, la nada para todos los que están aún llenos de voluntad. Pero para aquellos otros en los que la voluntad se ha apartado y ha renegado de sí misma, este universo nuestro tan real, con todos sus soles y vías lácteas, es la nada.” Schopenhauer se opone tan resueltamente al panteísmo como al [136] teísmo. Si un Dios personal es, para él, “una fábula judía”, el Uno-todo del panteísmo es, para él, el simple fenómeno accidental de un principio más amplio. “El mundo no colma todas las posibilidades del ser, sino que deja aún fuera de sí lo que indicamos sólo negativamente como negación de la voluntad de vivir” (Ib., II, c. 50). El mundo del panteísmo es el mundo del optimismo, mientras el mundo de Schopenhauer existe sólo para hacer posible su propia negación.

martes, 1 de marzo de 2011

10 estrategias de manipulación docente (8)

8. Estimular al público a ser complaciente con la mediocridad

Ser mediocre está de moda y vende.

El ser humano es un ser natural, racional, que es capaz de ver la belleza, la bondad, la verdad, un ser histórico, un ser social, un ser lanzado al futuro, un "bicho que busca a Dios", un ser capaz de comprender el mundo, etc. etc.

Todas las definiciones son verdaderas a la vez, el hombre es a la vez todo esto, un ser que debe estar en comunicación con todo: con la naturaleza, con los hombres (del pasado, del presente, del futuro) y con Dios.

Recortar la relación íntima y veraz con cada uno de estos mundos y lanzarle a la existencia a entretenerse, a pasar el tiempo, a ociar y a negociar es fomentar la mediocridad.

Desde pequeñitos la televisión les entretiene, de mayores no solo la televisión. El ideal de vida recortado, volcado el el producir no creativo y en el descansar de una producción que no cansa es el ideal del mediocre. Soñando con la Primitiva que les permita un escape constante de sí mismos.

En la escuela se reduce la historia, la religión, el arte, la filosofía, las ciencias naturales de verdad... y quedan las llamadas instrumentales (lengua y matemáticas) que les permitirán ganar dinero para esa existencia mediocre, sin esperanza.