Últimamente me encuentro con un recurrente argumento frente a mi
defensa de la razón frente al sentimiento: el sentimiento -dicen- es la
experiencia y es previa a la razón, por lo tanto debe ser predominante.
Los partidarios de la experiencia, del sentimentalismo, del desnudo
de las emociones, me suelen mirar con pena, como diciendo “pobre, si supiese lo
que se pierde al no expresar los sentimientos”. Creo que pensé en este artículo
cuando un profesor budista me decía que él lloraba varias veces al día (o a la
semana) y que había que “sacar” todos los sentimientos en todo momento, yo -la verdad- pensé que no debería llevar una vida buena para llorar tanto. Pero esto de "sacar" sentimientos es más que una moda. De
hecho hay grupos de risoterapia, lloroterapia,
teatralización, gritoterapia, cantoterapia (creo que no lo llaman así), etc. A algunos grupos de Iglesia les encantan las lágrimas
grupales, las confesiones a la comunidad, los "testimonios" de personas que estaban en lo peor y que al conocer a Dios cambiaron radicalmente. En los debates sobre el nacionalismo, cuando les
digo lo bien que viven los nacionalistas españoles en comparación con los
países con los que les gusta compararse, me dicen que los sentimientos
de los catalanes independentistas son muy importantes, casi tanto como el
derecho o la economía.
En fin, de nuevo otro fantasma recorre Europa: el del
sentimentalismo, que ya pasó en el siglo XIX y dejó muy mal la cosa…
Mi tesis es que la experiencia sentimental ni es ni previa a
la razón ni debe ser predominante. No es previa porque el ser humano no puede
dejar la razón a un lado para tener experiencias y luego recogerla para
analizarlas. La percepción no funciona así, la razón no está para analizar,
quizá confunden el término razón con la ciencia, quizá, o quizá estemos estrenando
un tiempo de renacimiento del
irracionalismo.
La razón es lo que nos permite ver el mundo como seres humanos,
es decir, desligarnos del espacio y del tiempo y poder salirnos de lo
cotidiano, de la percepción inmediata, del carpe diem y crear una realidad consistente e
intersubjetiva. Los animales y los niños perciben así, sin razón: lo que hay es
lo que ven, sin un posible análisis, y lo que ven es lo que su instinto -o su inteligencia- le
permite ver. Pero nosotros, los humanos adultos, no vemos lo que tenemos que ver, vemos lo que queremos ver, seleccionamos de toda
la realidad lo que nos interesa por situación, por ideas preconcebidas o por
historia personal. Por eso necesitamos un análisis de esta realidad, porque
nosotros construimos la realidad y le damos sentido como sociedad.
Si después de percibir, de tener una experiencia sentimental, queremos salir de nuestro solipsismo y comunicarla a los demás, no
nos vale con la experiencia nuda, necesitamos salirnos de lo inmediato,
romperla, analizarla y descubrir la verdad objetiva que pueda haber en ella, porque sí, puede haber experiencias que no merecen ser tenidas en cuenta.
Así podemos distinguir dos niveles de verdad: un primer nivel donde lo que se siente, lo que se percibe, no es discutible, es verdad el sentimiento (es verdad que sientes lo que sientes); y otro nivel superior donde esa verdad se pone a prueba con la realidad intersubjetiva y se integra en un proyecto de vida donde se ordena. No son dos actos, es un mismo acto con dos niveles o momentos. En el primer momento no hay discusión, lo que percibimos percibido queda y no hay forma de convencernos de que lo sentido es real o falso. Aquí no hay diálogo ni posibilidad de cambiar, solo hay tolerancia: tú con tu verdad, yo con la mía, nadie puede quitárnosla. Pertenece por lo tanto al mundo de la opinión, donde no podemos entrar más que a clasificar las opiniones y experiencias, todas al mismo nivel. Si uno siente la energía del Universo, el Amor de Dios, la humanidad de su perro, la opresión del Estado, la soledad o la tristeza nadie puede decirle nada, nadie puede quitarle esta idea previa, digamos que es su experiencia y por lo tanto es verdad para la persona que lo experimenta. Solo queda mirar al otro con pena, con alegría, abrazarlo o apalearlo.
Así podemos distinguir dos niveles de verdad: un primer nivel donde lo que se siente, lo que se percibe, no es discutible, es verdad el sentimiento (es verdad que sientes lo que sientes); y otro nivel superior donde esa verdad se pone a prueba con la realidad intersubjetiva y se integra en un proyecto de vida donde se ordena. No son dos actos, es un mismo acto con dos niveles o momentos. En el primer momento no hay discusión, lo que percibimos percibido queda y no hay forma de convencernos de que lo sentido es real o falso. Aquí no hay diálogo ni posibilidad de cambiar, solo hay tolerancia: tú con tu verdad, yo con la mía, nadie puede quitárnosla. Pertenece por lo tanto al mundo de la opinión, donde no podemos entrar más que a clasificar las opiniones y experiencias, todas al mismo nivel. Si uno siente la energía del Universo, el Amor de Dios, la humanidad de su perro, la opresión del Estado, la soledad o la tristeza nadie puede decirle nada, nadie puede quitarle esta idea previa, digamos que es su experiencia y por lo tanto es verdad para la persona que lo experimenta. Solo queda mirar al otro con pena, con alegría, abrazarlo o apalearlo.
Pero con estas experiencias y sentimientos no hacemos nada, no nos formamos
como comunidad ni como sociedad, ni como personas. Como mucho podemos buscar
quienes hayan tenido experiencias similares y por lo tanto la forma de unidad
que genera este sentimentalismo es la de grupos de reafirmación del
sentimiento: grupos religiosos que se esmeran en vivir las experiencias místicas (música, color, iluminación, cánticos), grupos
de nacionalistas donde todos comparten el amor a la patria utópica basado en
experiencias inmarcesibles: las montañas, la lengua, los ríos y las fuentes de
Rosalía de Castro son compartidos por un pequeño grupo de experimentadores que
excluyen por lógica a aquellos que no lo han vivido. La raza, la lengua, la
patria chica, la pacha mama: abracémonos todos en la lucha…
Claro que del sentimiento espontáneo pasamos fácilmente a la
manipulación: bien dirigidos, con un conductismo social, puede hacerse que un
grupo grande de personas se enciendan con estas experiencias previas,
personales, incomunicables; e incluso personas que no las vivieron originalmente vivan las
experiencias al ver a los demás contarlas, al repetir esquemas, canciones, lemas,
imágenes, relatos. Entramos en el resbaladizo terreno del populismo y de la postverdad.
Pero por encima de este sentimentalismo existe la razón que siente, la que aplica los criterios de verdad sobre
la experiencia sensible. Vemos el mundo que queremos, pero ¿podemos ponernos en
el lugar del otro para sentir lo mismo? Ciertamente en el primer nivel no, como
mucho podemos reproducir la experiencia, pero en el segundo nivel podemos hacer
abstracción y por medio de comparaciones comprender lo que no hemos
experimentado o no experimentamos por nuestra perspectiva, podemos ir a la realidad a comprobar si ese sentimiento es adecuado. Lo que
hacemos en este segundo momento es despegarnos de nuestra realidad y ponernos en el lugar del otro y
por lo tanto podemos tener experiencias para compartir, para pensar en común.
Aquí ya no está solo tu verdad y mi verdad, aquí entramos en una nueva realidad
que no es ni tuya ni mía, una verdad que hay que buscar en común.
La razón es pues una especie de mediador entre nosotros, que
tiende a unir experiencias para poder llegar a una verdad. Ya no es la
tolerancia, virtud del relativista, la que prima por encima de la búsqueda en
común de la verdad. Ahora es la veracidad la virtud que nos mueve.
La razón hace que las experiencias vividas sean aprovechables y permitan la vida en común y el crecimiento personal. Podemos dialogar con Platón y con Nietzsche porque ambos usan la razón (y vean que pongo ejemplos de filósofos no racionalistas), y con Lao Tse o con Ana Catalina Emmerick no, solo su experiencia nos vale como punto de partida, pero no hay razones detrás, hay videncias, experiencias directas que solo pueden servir si se integran en un proyecto vital.
La razón hace que las experiencias vividas sean aprovechables y permitan la vida en común y el crecimiento personal. Podemos dialogar con Platón y con Nietzsche porque ambos usan la razón (y vean que pongo ejemplos de filósofos no racionalistas), y con Lao Tse o con Ana Catalina Emmerick no, solo su experiencia nos vale como punto de partida, pero no hay razones detrás, hay videncias, experiencias directas que solo pueden servir si se integran en un proyecto vital.
El sentimentalismo de experiencia vital, alejado de la
razón, nos inunda desde que Freud descubrió el inconsciente, Nietzsche y
Schopenhauer las fuerzas ocultas de la vida y Marx las de la historia: como la
razón nos lleva a un estado de cosas que no queremos tenemos que sacudirnos de
la misma para progresar y entonces crear una realidad paralela donde la
experiencia individual sea el centro de la vida. Muchas vidas se mueven, cada vez más, en esta irrealidad de lo sentimental, buscando acumular experiencias para sentir la vida, creando un mundo ficción solipsista o en grupo, donde las cosas suceden de acuerdo a estas experiencias. Y lo peor es que los medios de comunicación y audiovisuales con frecuencia apoyan esta ficción retroalimentando la experiencia previa.
Si dejamos actuar al sentimiento, el amor se
convierte en sensualismo, en seducción, en enamoramiento. Aunque el amor también es razón, propósito, promesa, de lo contrario
ocurriría lo que suele ocurrir con demasiada frecuencia: que cuando el
sentimiento se apaga o aparece otro sentimiento las relaciones se rompen. El amor no es enamoramiento.
En la lógica del sentimiento la realidad se convierte en la realidad experimentada y querida. Pero la realidad debe ser medida, articulada, probada, de lo contrario las convicciones de hoy mañana pueden ser desarticuladas sin prueba alguna, simplemente porque se me presenta con mayor atractivo la tesis contraria.
La religión tampoco puede reducirse a la experiencia religiosa. La religión, que puede comenzar por el sentimiento de unidad con Dios, por una experiencia, no es lo que debe primar, sino la racionalización de la misma y la integración en la vida, en toda la vida, como proyecto de salvación que haga más fecundo el diálogo con Dios y no se quede en pura experiencia.
Cada vez más el arte se quiere reducir a obras que dicen algo a alguien en un momento estético, el efecto Stendhal. El arte es sentimiento, sí, pero también trascendencia y canon, y forma, y sentido.
La nueva política quiere ser un juego de encandiladores atacando a los sentimientos más bajos del pueblo (el resentimiento ante la riqueza, el sentimiento nacional, el sentimiento de abandono, la desafección…). La política puede tener que ver con la psicología social, pero hay que tener claro el fin práctico de la misma: el bien común.
La educación se está convirtiendo en un juego para despertar las emociones del niño. La educación tiene mucho de encandilamiento, pero éste debe fluir hacia el conocimiento y hacia la formación de la persona completa, no solo de sus emociones.
En la lógica del sentimiento la realidad se convierte en la realidad experimentada y querida. Pero la realidad debe ser medida, articulada, probada, de lo contrario las convicciones de hoy mañana pueden ser desarticuladas sin prueba alguna, simplemente porque se me presenta con mayor atractivo la tesis contraria.
La religión tampoco puede reducirse a la experiencia religiosa. La religión, que puede comenzar por el sentimiento de unidad con Dios, por una experiencia, no es lo que debe primar, sino la racionalización de la misma y la integración en la vida, en toda la vida, como proyecto de salvación que haga más fecundo el diálogo con Dios y no se quede en pura experiencia.
Cada vez más el arte se quiere reducir a obras que dicen algo a alguien en un momento estético, el efecto Stendhal. El arte es sentimiento, sí, pero también trascendencia y canon, y forma, y sentido.
La nueva política quiere ser un juego de encandiladores atacando a los sentimientos más bajos del pueblo (el resentimiento ante la riqueza, el sentimiento nacional, el sentimiento de abandono, la desafección…). La política puede tener que ver con la psicología social, pero hay que tener claro el fin práctico de la misma: el bien común.
La educación se está convirtiendo en un juego para despertar las emociones del niño. La educación tiene mucho de encandilamiento, pero éste debe fluir hacia el conocimiento y hacia la formación de la persona completa, no solo de sus emociones.
La experiencia auténtica debemos integrarla en la vida sin
darle más importancia que la que tiene, porque todos los sentimientos son
iguales, pero algunos nos pueden llevar al error, en cambio la razón puede
descubrir el error y permite el diálogo.
Muy bueno, cierto, hay una corriente en todas partes. Gracias
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