Artículo de Javier Igea publicado en El MUNDO el 08/11/2013 |
SIEMPRE me ha impresionado la seguridad con la que algunos ateos niegan la existencia de Dios. Sin embargo, he buscado en internet los argumentos más comunes para probar su no existencia y no los he encontrado. Es más, muchos ateos reconocen la dificultad de probar lo que se llama un «universal negativo», esto es, demostrar con certeza lógica que algo no exista. Cuando los debates llegan a este punto pasan al ya citado ataque a las religiones o a admitir que se puede ser moralmente bueno sin reconocer la existencia de Dios (por cierto, algo que me parece muy difícil viendo el panorama que nos rodea). Sólo he encontrado un argumento para probar que algo no pueda existir y es el de que su existencia llevase a contradicciones lógicas, como por ejemplo el famoso círculo cuadrado. Personalmente no me cuadra este argumento en las dos aplicaciones que se me ocurren, que son las de conjugar mi libertad con la omnisciencia divina o el problema del mal. Por ello me parecería más coherente que el ateo se declarase agnóstico antes que ateo.
Una de las contradicciones que se plantean es la imposibilidad de creer en Dios en la era de la ciencia. Como este tema me afecta personalmente porque soy sacerdote, esto es, hombre de fe en un Dios personal y que interviene en la historia, y además científico, doctor en astrofísica, el tema de las relaciones fe-ciencia me afecta por partida doble, y por eso me he decidido a escribir con la honradez del científico y del sacerdote que intenta vivir conforme a su fe. Me guía la primera frase latina atribuida a Aristóteles, y de la que se hace eco Cervantes en el Quijote. Soy amigo tanto de Platón y de Aristóteles como de Benedicto XVI o de Piergiorgio Odifreddi, pero soy más amigo de la verdad, que creo que existe y que es cognoscible, que está fuera de mí y que nunca abarcaré totalmente. Pero basta de introducciones y vayamos al grano.
Considero que existen al menos tres puntos de diálogo entre la neurociencia y la religión: la cuestión del alma y su relación con el cerebro, las experiencias religiosas ordinarias y las experiencias religiosas psicóticas. La primera cuestión, desde el punto de vista filosófico, es simple: alma y cuerpo (no cerebro) se relacionan como materia y forma mediante una unión substancial. Esta es la manera habitual de evitar el monismo materialista y el dualismo cartesiano salvando que en el hombre hay un componente espiritual que explica nuestra libertad y capacidad de conocimiento abstracto. Sin embargo, para que esto pueda ser aceptado es necesario que la materia (en este caso las neuronas, sus sinapsis u otras estructuras cerebrales) tengan propiedades que permitan una correlación alma-cuerpo. Una hipótesis sobre como este contacto puede darse es la propuesta por Beck y Eccles en 1994, quienes desarrollaron un modelo cuántico para un proceso de la exocitosis en las sinapsis cerebrales basándose en el efecto túnel de los electrones. Una física no determinista como es la cuántica posibilitaría la acción del «yo» en el cerebro. Para ser honestos hay que decir que este modelo no ha sido universalmente aceptado, pero la hipótesis es sugerente.
La neurociencia actual indaga otras líneas de investigación para explicar los fenómenos conscientes del hombre y busca sus mecanismos. En general saca como conclusión que la postura que se debe mantener es la de un monismo emergentista. La mente sería el resultado de la interacción de miles de millones de neuronas a través de sus sinapsis en el cerebro y del cerebro con otros órganos del cuerpo y con el mundo que nos rodea. Este sería, en resumen, el modo como el cerebro crea la mente o, en otras palabras, como la mente emerge del cerebro.
Yo sostengo que la opción por el monismo en base a unos datos científicos es una opción más filosófica que científica. El ánima es el principio que anima un cuerpo vivo, lo que distingue un ser inanimado de un ser animado. Por ello, ánima es lo que hace que exista vida. Y también el ánima es lo que da forma a la materia, esto es su in-formación. Por ello, no es incompatible conocer los mecanismos con los que se maneja la información en el cerebro y los mecanismos de la vida humana y creer en el alma tal como se concibe en la filosofía aristotélica: por medio de la causalidad formal. Es más, no me terminan de convencer las propuestas monistas para explicar el más sagrado de los elementos del hombre: su libertad. Por todo esto no veo ninguna incompatibilidad entre la neurociencia y la existencia de Dios.
Otro punto que la neurociencia analiza es el de los mecanismos cerebrales que explicarían las experiencias religiosas. Se han hecho experimentos para ver qué zonas del cerebro están activas en los momentos de meditación en los que dicen experimentar la presencia de Dios. Se han descubierto dichas zonas e incluso se formulan teorías evolutivas del cerebro que explican el origen de la religión en base a estos descubrimientos. Algunos incluso llegan a decir que si se suprimieran estas áreas cerebrales desaparecería la fe en Dios. Sin embargo, se puede argumentar que relacionar la fe en Dios con la existencia de estas áreas es lo mismo que decir que los olores se deben a que existe la nariz. ¡Amputemos la nariz y desaparecerán los olores! Aun cuando es cierto que durante la oración pueden activarse determinadas áreas del cerebro, la existencia de Dios no depende de que uno lo llegue a experimentar por medio de lo que los creyentes llamamos la experiencia mística. Ésta es subjetiva, mientras que Dios es para el creyente un ser objetivo independiente de él, y del que tiene serias razones metafísicas para admitir su existencia. Pero basta con esto en lo referido a la neurociencia.
El filósofo Piergiorgio Odifreddi nos argumentaba a favor del ateísmo poniendo como prueba que sólo un 7% de los científicos de altura creen en Dios. Este porcentaje tan pequeño me recuerda al número tan pequeño de sabios que creían en la Edad Media que la Tierra era redonda; era bajo el porcentaje, pero tenían razón. Y uno de los que lo sostuvo fue San Alberto Magno. Encuentro que lo más peculiar de la negación de Dios desde la matemática es la rotundidad de la misma. Yo no me atrevería a tanto. Sostengo que ni la física ni la matemática pueden afirmar o negar la existencia de Dios por una razón muy simple: el teorema de Gödel que limita la posibilidad de hacer afirmaciones absolutas. John Barrow lo expone de la siguiente manera: si se define una religión como un sistema de pensamiento que requiere una creencia en unas verdades que no se pueden probar, entonces la matemática es la única religión que puede probar que es una religión. Y la física también tiene limitada la posibilidad de hacer afirmaciones porque se basa en la matemática, aunque según algunos es posible que se den las condiciones para que no se le apliquen a la física las limitaciones impuestas por el teorema de Gödel.
PERO VOLVIENDO a Odifreddi, no veo coherente su afirmación de que existen solo logoi en matemáticas; es cierto que la matemática contiene logoi, pero la existencia de estos logoi lleva a la existencia de un único logos, que él reconoce; las razones que él expone para llamarlo Dios vienen más bien de no creer en el misterio de la Encarnación o en la historicidad de Jesucristo. Con razón el papa Benedicto XVI le dice que si el logos es racional y existe, teniendo en cuenta las limitaciones de la teología apofática y la analogía para hablar de Dios, podemos afirmar la existencia del Logos con mayúscula que los creyentes llamamos Dios. Por ello, el ateísmo de Odifreddi es más bien un rechazo del cristianismo que una negación de la existencia de Dios, pero el análisis de la coherencia de su rechazo del cristianismo no es el objeto de este artículo.
Pero no todos los matemáticos han sido ateos. Gödel fue un hombre de fe, conocedor de la filosofía de Leibniz. Esto le distinguió de Einstein, conocido seguidor de Spinoza. El planteamiento religioso de Einstein se puede resumir en su siguiente afirmación, que leída con atención no afirma la existencia de un Dios personal: todo aquel que está seriamente comprometido con el cultivo de la ciencia, llega a convencerse de que en todas las leyes del universo está manifiesto un espíritu infinitamente superior al hombre, y ante el cual, nosotros con nuestros poderes debemos sentirnos humildes. Gödel fue más lejos. Estudió el argumento ontológico incluyendo las modificaciones de Leibniz. Una revisión de la literatura sobre el tema indica un creciente interés en el argumento ontológico por parte de lógicos y filósofos.
En conclusión, la negación de Dios se hace muchas veces a la ligera. La fe en Dios tampoco es fácil para quien quiere tomársela en serio. El creyente tiene en la fe un tesoro que, por desgracia, no siempre vive. Pero también desde la fe el creyente aprende a ver a todos con los ojos del Dios en que cree, y asume las palabras que el libro de la sabiduría predica de Dios: «Te compadeces de todos, porque todo lo puedes, cierras los ojos a los pecados de los hombres, para que se arrepientan. Amas a todos los seres y no odias nada de lo que has hecho; si hubieras odiado alguna cosa, no la habrías creado» (Sab 11,23).
Javier Igea es sacerdote y doctor en Astrofísica por la Universidad de Nueva York.
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