Desde los comienzos, el hombre se plantea la cuestión sobre cómo afrontar la muerte. Con la perspectiva cristiana esa última puerta deja de ser un fin para ser principio.
Nos preguntamos desde la filosofía cómo afrontar la muerte, pero no hay respuesta racional.La muerte es el fin de todas las posibilidades y, por lo tanto, si es un problema no hay solución. Realmente da igual, la afrontemos bien o mal, la muerte llega, siempre de improviso, y se lleva todo lo que hemos construido en este mundo espaciotemporal.
Los contenidos de la vida son mero juego de afirmaciones, negaciones, adquisiciones y pérdidas, y la muerte tiene la última palabra: ante la pregunta de cómo afrontar la muerte, respondemos que de ninguna manera, no hay forma de afrontar que todo por lo que luchabas, que todo lo que te mantenía ocupado, la lucha por el acomodaticio nivel de vida, los esfuerzos por trabajar, tus deseos, tus amores y tus gustos se desvanecen como lágrimas en la lluvia.
En busca de la inmortalización
La muerte o es o no es. Si es, si existe, todo nuestro quehacer es inútil y nuestra vida no merece la pena. Y esto valdría para el hombre corriente y para el excelente. La vida del héroe, del santo, del sabio o del artista perecen también y se convierten en nada. ¿De qué me vale practicar la justicia si luego la muerte todo lo iguala, al justo y al canalla? ¿Es verdaderamente un héroe quien da su vida por otro si realmente ambos están condenados? ¿Es realmente un artista quien durante un tiempo impresiona la retina de sus contemporáneos con colores y sombras que se desvanecen? Es evidente que no, que si la muerte existe nada de lo humano tiene un sentido.
Y este sinsentido nos lleva a buscar formas de inmortalización que en ocasiones suenan ridículas o, al menos, incongruentes. ¿Por qué alguien que cree en la muerte lanza las cenizas en el Mediterráneo, por ejemplo? ¿Hay alguna diferencia entre dejarlas en la basura o arrojarlas al mar “porque a él le gustaba mucho”? Sí, le gustaba, pero ya no existe, no es. Otra posibilidad muy utilizada, y también muy poco consoladora, consiste en vivir en los demás cuando sabemos que los demás también morirán. Muy loable recordar a los muertos, sí, pero en realidad no los recordamos, nos recordamos a nosotros mismos con los muertos al fondo, efectivamente, y por ahí no hay salvación.
Miguel de Unamuno -el gran especialista en intentar responder a esta pregunta de cómo afrontar la muerte- piensa en todas estas formas de inmortalizarse y que, al fin, vivirá en sus personajes, pero también piensa que esos personajes no son él plenamente y él quiere a toda costa inmortalizarse siendo él mismo. Y aquí está el quid de la cuestión: que si uno es persona con todo lo que hay que tener, es decir, un espíritu con su cuerpo, su mente, sus recuerdos y experiencias, no quiere morir. Y esto sabemos que no es posible: si hay muerte, todo es vano, y al final todo es nada. Pero si algo soy no puedo morir. Y este es el dilema que solo puede romperse desde una perspectiva religiosa.
Efectivamente, la muerte solo se afronta si se niega. “Si Jesucristo no ha resucitado, vana es nuestra fe”. Y quería decir, y vana nuestra vida, y la de todos, porque la Resurrección de Cristo marca un antes y un después en la historia evolutiva del ser humano, se logra por primera vez la ruptura con la muerte y, por lo tanto, salvar la vida.
Pensemos en esto. Si la humanidad había pasado de su estadio más animalizado a los periodos de tecnología lítica, control del medio y dominio de los elementos pero seguía muriendo, es decir, desapareciendo en la nada, ¿cómo vamos a conseguir avanzar? Porque cuando en la Grecia clásica se empieza a valorar a la persona y se empieza a creer que es la persona, y no la polis (la tribu, el pueblo), la que tiene importancia, es la persona la que debe sobrevivir a la muerte. Y este cambio es sustancial, porque aquí aparece por primera vez el deseo de que la vida de cada uno sea una realidad para trascender. Pero claro, si hacemos una obra de arte con nuestra vida o la perdemos en cuestiones sin importancia deberá ser para algo posterior; de lo contrario, entraríamos en el mismo problema que tenemos ahora: ¿todo para nada?
Y entonces -lógicamente- llegamos a ese descubrimiento helenístico: hay que vivir al día, que todo se acaba. Y así, de esta desesperación por la muerte certera y total, surgen las escuelas epicureístas y hedonistas. Si vas a morir -dicen- por lo menos disfruta de la vida.
De la nada al infinito
Y esta es, sin duda, la culminación de los tiempos, el tiempo en el que el hombre se ha sacudido sus ataduras de la naturaleza y se quiere comportar como un inmortal, siendo mortal. El hombre entonces, y solo entonces, necesitaba que Dios lo salvase, y vino Cristo al mundo a eso, a poner fin a la muerte. Desde entonces, como decía Unamuno, el ser humano deja de nadearse y empieza a infinitarse, y de ahí viene nuestra felicidad y completud. Ya no morimos, ahora nos infinitamos, tenemos una tarea absoluta por delante, un quehacer constante hacia lo bueno, lo bello y lo verdadero. Y la vida nunca acaba. La muerte es un accidente en la vida, una transformación, un paso.
Por eso solo hay una forma que responda a la pregunta de cómo afrontar la muerte: hacerlo desde una perspectiva cristiana, donde la muerte no es el fin, sino el principio de una felicidad completa y la continuidad de esta felicidad siempre necesitada de algo más. Y la vida es un quehacer urgente, donde todo cobra sentido y todo tiene importancia, cada minuto, cada acción.
Y así afrontamos la muerte, la propia y la ajena, como un paso a la felicidad verdadera.
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