Platón: La República
(…) Libro VI
Libro VII
I. -Y a continuación -seguí- compara con
la siguiente escena el estado en que, con respecto a la educación o a la falta
de ella, se halla nuestra naturaleza. Imagina una especie de cavernosa vivienda
subterránea provista de una larga entrada, abierta a la luz, que se extiende a
lo ancho de toda la caverna y unos hombres que están en ella desde niños,
atados por las piernas y el cuello de modo que tengan que estarse quietos y
mirar únicamente hacia adelante, pues las ligaduras les impiden volver la
cabeza; detrás de ellos, la luz de un fuego que arde algo lejos y en plano
superior, y entre el fuego y los encadenados, un camino situado en alto; y a lo
largo del camino suponte que ha sido construido un tabiquillo parecido a las
mamparas que se alzan entre los titiriteros y el público, por encima de las
cuales exhiben aquéllos sus maravillas.
-Ya lo veo -dijo.
-Púes bien, contempla ahora, a lo largo
de esa paredilla, unos hombres que transportan toda clase de objetos cuya
altura sobrepasa la de la pared, y estatuas de hombres o animales hechas de
piedra y de madera y de toda clase de materias; entre estos portadores habrá,
como es natural, unos que vayan hablando y otros que estén callados.
-Qué extraña escena describes -dijo- y
qué extraños pioneros
-Iguales que nosotros -dije-, porque, en
primer lugar ¿crees que los que están así han visto otra cosa de sí mismos o de
sus compañeros sino las sombras proyectadas por el fuego sobre la parte de la
caverna que está frente a ellos?
-¡Cómo -dijo-, si durante toda su vida
han sido obligados a mantener inmóviles las cabezas?
-¿Y de los objetos transportados? ¿No
habrán visto lo mismo?
-¿Qué otra cosa van a ver?
-Y, si pudieran hablar los unos con los
otros, ¿no piensas que creerían estar refiriéndose a aquellas sombras que veían
pasar ante ellos?
Forzosamente.
-¿Y si la prisión tuviese un eco que
viniera de la parte de enfrente? ¿Piensas que, cada vez que hablara alguno de
los que pasaban, creerían ellos que lo que hablaba era otra cosa sino la sombra que veían pasar?
-No, ¡por Zeus! -dijo.
-Entonces no hay duda -dije yo- de que
los tales no tendrán por real ninguna otra cosa más que las sombras de los
objetos fabricados.
-Es enteramente forzoso -dijo.
-Examina, pues -dije-, qué pasaría si
fueran liberados de sus cadenas y curados de su ignorancia y si, conforme a
naturaleza, les ocurriera lo siguiente. Cuando uno de ellos fuera desatado y
obligado a levantarse súbitamente y a volver el cuello y a andar y a mirar a la
luz y cuando, al hacer todo esto, sintiera dolor y, por causa de las
chiribitas, no fuera capaz de ver aquellos objetos cuyas sombras veía antes,
¿qué crees que contestaría si le dijera alguien que antes no veía más que
sombras inanes y que es ahora cuando, hallándose más cerca de la realidad y
vuelto de cara a objetos más reales, goza de una visión más verdadera, y si
fuera mostrándole los objetos que pasan y obligándole a contestar a sus
preguntas acerca de qué es cada uno de ellos? ¿No crees que estaría perplejo y
que lo que antes había contemplado le parecería más verdadero que lo que
entonces se le mostraba?
-Mucho más -dijo.
II. -Y, sise le obligara a fijar su vista
en la luz misma, ¿no crees que le dolerían los ojos y que se escaparía
volviéndose hacia aquellos objetos que puede contemplar, y que consideraría que
éstos son realmente más claros que los que le muestran?
-Así es -dijo.
-Y, si se lo llevaran de allí a la fuerza
-dije-, obligándole a recorrer la áspera y escarpada subida, y no le dejaran
antes de haberle arrastrado hasta la luz del sol, ¿no crees que sufriría y
llevaría a mal el ser arrastrado y, una vez llegado a la luz, tendría los ojos
tan llenos de ella que no sería capaz de ver ni una sola de las cosas a las que
ahora llamamos verdaderas?
-No, no sería capaz -dijo-, al menos por
el momento.
-Necesitaría acostumbrarse, creo yo, para
poder llegar a ver las cosas de arriba. Lo que vería más fácilmente serían,
ante todo, las sombras, luego, las imágenes de hombres y de otros objetos
reflejados en las aguas, y más tarde, los objetos mismos. Y después de esto le
sería más fácil el contemplar de noche las cosas del cielo y el cielo mismo,
fijando su vista en la luz de las estrellas y la luna, que el ver de día el sol
y lo que le es propio.
-¿Cómo no?
-Y por último, creo yo, sería el sol,
pero no sus imágenes reflejadas en las aguas ni en otro lugar ajeno a él, sino
el propio sol en su propio dominio y tal cual es en sí mismo, lo que él estaría
en condiciones de mirar y contemplar.
-Necesariamente -dijo.
-Y, después de esto, colegiría ya con
respecto al sol que es él quien produce las estaciones y los años y gobierna
todo lo de la región visible y es, en cierto modo, el autor de todas aquellas
cosas que ellos veían.
-Es evidente -dijo- que después de
aquello vendría a pensar en eso otro.
-¿Y qué? Cuando se acordara de su
anterior habitación y de la ciencia de allí y de sus antiguos compañeros de
cárcel, ¿no crees que se consideraría feliz por haber cambiado y que les
compadecería a ellos?
Efectivamente.
-Y, si hubiese habido entre ellos algunos
honores o alabanzas o recompensas que concedieran los unos a aquellos otros
que, por discernir con mayor penetración las sombras que pasaban y acordarse
mejor de cuáles de entre ellas eran las que solían pasar delante o detrás o
junto con otras, fuesen más capaces que nadie de profetizar, basados en ello,
lo que iba a suceder, ¿crees que sentiría aquél nostalgia de estas cosas o que
envidiaría a quienes gozaran de honores y poderes entre aquéllos, o bien que le
ocurriría lo de Homero, es decir, que preferiría decididamente «ser siervo en
el campo de cualquier labrador sin caudal» o sufrir cualquier otro destino
antes que vivir en aquel mundo de lo opinable?
-Eso es lo que creo yo -dijo-: que
preferiría cualquier otro destino antes que aquella vida.
-Ahora fíjate en esto -dije-: si, vuelto
el tal allá abajo, ocupase de nuevo el mismo asiento, ¿no crees que se le
llenarían los ojos de tinieblas como a quien deja súbitamente la luz del sol?
-Ciertamente -dijo.
-Y, si tuviese que competir de nuevo con
los que habían permanecido constantemente encadenados, opinando acerca de las
sombras aquellas que, por no habérsele asentado todavía los ojos, ve con
dificultad -y no sería muy corto el tiempo que necesitara para acostumbrarse-,
¿no daría que reír y no se diría de él que, por haber subido arriba, ha vuelto
con los ojos estropeados, y que no vale la pena ni aun de intentar una
semejante ascensión? ¿Y no matarían, si encontraban manera de echarle mano y
matarle, a quien intentara desatarles y hacerles subir?
-Claro que sí-dijo.
Explicación
III. -Pues bien -dije-, esta imagen hay
que aplicarla toda ella, ¡oh, amigo Glaucón!, a lo que se ha dicho antes; hay
que comparar la región revelada por medio de la vista con la vivienda-prisión y
la luz del fuego que hay en ella con el poder del sol. En cuanto a la subida al
mundo de arriba y a la contemplación de las cosas de éste, si las comparas con
la ascensión del alma hasta la región inteligible no errarás con respecto a mi
vislumbre, que es lo que tú deseas conocer y que sólo la divinidad sabe si por
acaso está en lo cierto. En fin, he aquí lo que a mí me parece: en el mundo
inteligible lo último que se percibe, y con trabajo, es la idea del bien, pero,
una vez percibida, hay que colegir que ella es la causa de todo lo recto y lo
bello que hay en todas las cosas, que, mientras en el mundo visible ha
engendrado la luz y al soberano de ésta, en el inteligible es ella la soberana
y productora de verdad y conocimiento, y que tiene por fuerza que verla quien
quiera proceder sabiamente en su vida privada o pública.
-También yo estoy de acuerdo -dijo-, en
el grado en que puedo estarlo.
-Pues bien -dije-, dame también la razón
en esto otro: no te extrañes de que los que han llegado a ese punto no quieran
ocuparse en asuntos humanos; antes bien, sus almas tienden siempre a permanecer
en las alturas, y es natural, creo yo, que así ocurra, al menos si también esto
concuerda con la imagen de que se ha hablado.
-Es natural, desde luego -dijo.
-¿Y qué? ¿Crees -dije yo- que haya que
extrañarse de que, al pasar un hombre de las contemplaciones divinas a las
miserias humanas, se muestre torpe y sumamente ridículo cuando, viendo todavía
mal y no hallándose aún suficientemente acostumbrado a las tinieblas que le
rodean, se ve obligado a discutir, en los tribunales o en otro lugar
cualquiera, acerca de las sombras de lo justo o de las imágenes de que son
ellas reflejo y a contender acerca del modo en que interpretan estas cosas los
que jamás han visto la justicia en sí?
-No es nada extraño -dijo.
-Antes bien -dije-, toda persona
razonable debe recordar que son dos las maneras y dos las causas por las cuales
se ofuscan los ojos: al pasar de la luz a la tiniebla y al pasar de la tiniebla
a la luz. Y, una vez haya pensado que también le ocurre lo mismo al alma, no se
reirá insensatamente cuando vea a alguna que, por estar ofuscada, no es capaz
de discernir los objetos, sino que averiguará si es que, viniendo de una vida
más luminosa, está cegada por falta de costumbre o si, al pasar de una mayor
ignorancia a una mayor luz, se ha deslumbrado por el exceso de ésta; y así
considerará dichosa a la primera alma, que de tal manera se conduce y vive, y
compadecerá a la otra, o bien, si quiere reírse de ella, esa su risa será menos
ridícula que si se burlara del alma que desciende de la luz.
-Es muy razonable -asintió- lo que dices.