Platón: La República
(…) Libro VI
El
Mito solar
XIX. -¿Y a cuál de los dioses del cielo
puedes indicar como dueño de estas cosas y productor de la luz por medio de la
cual vemos nosotros y son vistos los objetos con la mayor perfección posible?
-Al mismo -dijo- que tú y los demás, pues
es evidente que preguntas por el sol.
-Ahora bien, ¿no se encuentra la vista en
la siguiente relación con respecto a este dios?
-¿En cuál?
-No es sol la vista en sí ni tampoco el
órgano en que se produce, al cual llamamos ojo.
-No, en efecto.
-Pero éste es, por lo menos, el más
parecido al sol, creo yo, de entre los órganos de los sentidos.
-Con mucho.
-Y el poder que tiene, ¿no lo posee como
algo dispensado por el sol en forma de una especie de emanación?
-En un todo.
-¿Mas no es así que el sol no es visión,
sino que, siendo causante de ésta, es percibido por ella misma?
-Así es -dijo.
-Pues bien, he aquí -continué- lo que
puedes decir que yo designaba como hijo del bien, engendrado por éste a su
semejanza como algo que, en la región visible, se comporta, con respecto a la
visión y a lo visto, del mismo modo que aquél en la región inteligible con
respecto a la inteligencia y a lo aprehendido por ella.
-¿Cómo? -dijo-. Explícamelo algo más.
-¿No sabes -dije-, con respecto a los
ojos, que, cuando no se les dirige a aquello sobre cuyos colores se extienda la
luz del sol, sino a lo que alcanzan las sombras nocturnas, ven con dificultad y
parecen casi ciegos como si no hubiera en ellos visión clara?
-Efectivamente -dijo.
-En cambio, cuando ven perfectamente lo
que el sol ilumina, se muestra, creo yo, que esa visión existe en aquellos
mismos ojos.
-¿Cómo no?
-Pues bien, considera del mismo modo lo
siguiente con respecto al alma. Cuando ésta fija su atención sobre un objeto
iluminado por la verdad y el ser, entonces lo comprende y conoce y demuestra
tener inteligencia; pero, cuando la fija en algo que está envuelto en
penumbras, que nace o perece, entonces, como no ve bien, el alma no hace más
que concebir opiniones siempre cambiantes y parece hallarse privada de toda
inteligencia.
-Tal parece, en efecto.
-Puedes, por tanto, decir que lo que
proporciona la verdad a los objetos del conocimiento y la facultad de conocer
al que conoce es la idea del bien, a la cual debes concebir como objeto del
conocimiento, pero también como causa de la ciencia y de la verdad; y así, por
muy hermosas que sean ambas cosas, el conocimiento y la verdad, juzgarás
rectamente si consideras esa idea como otra cosa distinta y más hermosa todavía
que ellas. Y, en cuanto al conocimiento y la verdad, del mismo modo que en
aquel otro mundo se puede creer que la luz y la visión se parecen al sol, pero
no que sean el mismo sol, del mismo modo en éste es acertado el considerar que
uno y otra son semejantes al bien, pero no lo es el tener a uno cualquiera de
los dos por el bien mismo, pues es mucho mayor todavía la consideración que se
debe a la naturaleza del bien.
-¡Qué inefable belleza -dijo- le
atribuyes! Pues, siendo fuente del conocimiento y la verdad, supera a ambos,
según tú, en hermosura. No creo, pues, que lo vayas a identificar con el
placer.
-Ten tu lengua -dije-. Pero continúa
considerando su imagen de la manera siguiente.
-¿Cómo?
-Del sol dirás, creo yo, que no sólo
proporciona a las cosas que son vistas la facultad de serlo, sino también la
generación, el crecimiento y la alimentación; sin embargo, él no es generación.
-¿Cómo había de serlo?
-Del mismo modo puedes afirmar que a las
cosas inteligibles no sólo les adviene por otra del bien su cualidad de
inteligibles, sino también se les añaden, por obra también de aquél, el ser y
la esencia; sin embargo, el bien no es esencia, sino algo que está todavía por
encima de aquélla en cuanto a dignidad y poder.
La
línea
XX. Entonces Glaucón dijo con mucha
gracia: -¡Por Apolo! ¡Qué maravillosa superioridad!
-Tú tienes la culpa -dije-, porque me has
obligado a decir lo que opinaba acerca de ello.
-Y no te detengas en modo alguno -dijo-.
Sigue exponiéndonos, si no otra cosa, al menos la analogía con respecto al sol,
si es que te queda algo que decir.
-Desde luego -dije- es mucho lo que me
queda.
-Pues bien -dijo-, no te dejes ni lo más
insignificante.
-Me temo -contesté- que sea mucho lo que
me deje. Sin embargo, no omitiré de intento nada que pueda ser dicho en esta
ocasión.
-No, no lo hagas -dijo.
-Pues bien -dije-, observa que, como
decíamos, son dos y reinan, el uno en el género y región inteligibles, y el
otro, en cambio, en la visible; y no digo que en el cielo para que no creas que
juego con el vocablo. Sea como sea, ¿tienes ante ti esas dos especies, la
visible y la inteligible?
-Las tengo.
-Toma, pues, una línea que esté cortada
en dos segmentos desiguales y vuelve a cortar cada uno de los segmentos, el del
género visible y el del inteligible, siguiendo la misma proporción. Entonces
tendrás, clasificados según la mayor claridad u oscuridad de cada uno: en el
mundo visible, un primer segmento, el de las imágenes. Llamo imágenes ante todo
a las sombras y, en segundo lugar, a las figuras que se forman en el agua y en todo
lo que es compacto, pulido y brillante y a otras cosas semejantes, si es que me
entiendes.
-Sí que te entiendo.
-En el segundo pon aquello de lo cual
esto es imagen: los animales que nos rodean, todas las plantas y el género
entero de las cosas fabricadas.
-Lo pongo -dijo.
-¿Accederías acaso -dije yo- a reconocer
que lo visible se divide, en proporción a la verdad o a la carencia de ella, de
modo que la imagen se halle, con respecto a aquello que imita, en la misma
relación en que lo opinado con respecto a lo conocido?
-Desde luego que accedo -dijo.
-Considera, pues, ahora de qué modo hay
que dividir el segmento de lo inteligible.
-¿Cómo?
-De modo que el alma se vea obligada a
buscar la una de las partes sirviéndose, como de imágenes, de aquellas cosas que
antes eran imitadas, partiendo de hipótesis y encaminándose así, no hacia el
principio, sino hacia la conclusión; y la segunda, partiendo también de una
hipótesis, pero para llegar a un principio no hipotético y llevando a cabo su
investigación con la sola ayuda de las ideas tomadas en sí mismas y sin valerse
de las imágenes a que en la búsqueda de aquello recurría.
-No he comprendido de modo suficiente
-dijo- eso de que hablas.
-Pues lo diré otra vez -contesté-. Y lo
entenderás mejor después del siguiente preámbulo. Creo que sabes que quienes se
ocupan de geometría, aritmética y otros estudios similares dan por supuestos
los números impares y pares, las figuras, tres clases de ángulos y otras cosas
emparentadas con éstas y distintas en cada caso; las adoptan como hipótesis,
procediendo igual que si las conocieran, y no se creen ya en el deber de dar
ninguna explicación ni a sí mismos ni a los demás con respecto a lo que
consideran como evidente para todos, y de ahí es de donde parten las sucesivas
y consecuentes deducciones que les llevan finalmente a aquello cuya
investigación se proponían.
-Sé perfectamente todo eso -dijo.
-¿Y no sabes también que se sirven de
figuras visibles acerca de las cuales discurren, pero no pensando en ellas
mismas, sino en aquello a que ellas se parecen, discurriendo, por ejemplo,
acerca del cuadrado en sí y de su diagonal, pero no acerca del que ellos
dibujan, e igualmente en los demás casos; y que así, las cosas modeladas y
trazadas por ellos, de que son imágenes las sombras y reflejos producidos en el
agua, las emplean, de modo que sean a su vez imágenes, en su deseo de ver
aquellas cosas en sí que no pueden ser vistas de otra manera sino por z medio
del pensamiento?
-Tienes razón -dijo.
XXI. -Y así, de esta clase de objetos
decía yo que era inteligible, pero que en su investigación se ve el alma
obligada a servirse de hipótesis y, como no puede remontarse por encima de
éstas, no se encamina al principio, sino que usa como imágenes aquellos mismos
objetos, imitados a su vez por los de abajo, que, por comparación con éstos,
son también ellos estimados y honrados como cosas palpables.
-Ya comprendo -dijo-; te refieres a lo
que se hace en geometría y en las ciencias afines a ella.
-Pues bien, aprende ahora que sitúo en el
segundo segmento de la región inteligible aquello a que alcanza por sí misma la
razón valiéndose del poder dialéctico y considerando las hipótesis no como
principios, sino como verdaderas hipótesis, es decir, peldaños y trampolines
que la eleven hasta lo no hipotético, hasta el principio de todo; y una vez
haya llegado a éste, irá pasando de una a otra de las deducciones que de él
dependen hasta que de ese modo descienda a la conclusión sin recurrir en
absoluto a nada sensible, antes bien, usando solamente de las ideas tomadas en
sí mismas, pasando de una a otra y terminando en las ideas.
-Ya me doy cuenta -dijo-, aunque no
perfectamente, pues me parece muy grande la empresa a que te refieres, de que
lo que intentas es dejar sentado que es más clara la visión del ser y de lo
inteligible que proporciona la ciencia dialéctica que la que proporcionan las
llamadas artes, a las cuales sirven de principios las hipótesis; pues, aunque
quienes las estudian se ven obligados a contemplar los objetos por medio del
pensamiento y no de los sentidos, sin embargo, como no investigan remontándose
al principio, sino partiendo de hipótesis, por eso te parece a ti que no
adquieren conocimiento de esos objetos que son, empero, inteligibles cuando
están en relación con un principio. Y creo también que a la operación de los
geómetras y demás la llamas pensamiento, pero no conocimiento, porque el
pensamiento es algo que está entre la simple creencia y el conocimiento.
-Lo has entendido -dije- con toda
perfección. Ahora aplícame a los cuatro segmentos estas cuatro operaciones que
realiza el alma: la inteligencia, al más elevado; el pensamiento, al segundo;
al tercero dale la creencia y al último la imaginación; y ponlos en orden,
considerando que cada uno de ellos participa tanto más de la claridad cuanto
más participen de la verdad los objetos a que se aplica.
-Ya lo comprendo -dijo-; estoy de acuerdo
y los ordeno como dices.
Libro VII
La
famosa caverna
I. -Y a continuación -seguí- compara con
la siguiente escena el estado en que, con respecto a la educación o a la falta
de ella, se halla nuestra naturaleza. Imagina una especie de cavernosa vivienda
subterránea provista de una larga entrada, abierta a la luz, que se extiende a
lo ancho de toda la caverna y unos hombres que están en ella desde niños,
atados por las piernas y el cuello de modo que tengan que estarse quietos y
mirar únicamente hacia adelante, pues las ligaduras les impiden volver la
cabeza; detrás de ellos, la luz de un fuego que arde algo lejos y en plano
superior, y entre el fuego y los encadenados, un camino situado en alto; y a lo
largo del camino suponte que ha sido construido un tabiquillo parecido a las
mamparas que se alzan entre los titiriteros y el público, por encima de las
cuales exhiben aquéllos sus maravillas.
-Ya lo veo -dijo.
-Púes bien, contempla ahora, a lo largo
de esa paredilla, unos hombres que transportan toda clase de objetos cuya
altura sobrepasa la de la pared, y estatuas de hombres o animales hechas de
piedra y de madera y de toda clase de materias; entre estos portadores habrá,
como es natural, unos que vayan hablando y otros que estén callados.
-Qué extraña escena describes -dijo- y
qué extraños pioneros
-Iguales que nosotros -dije-, porque, en
primer lugar ¿crees que los que están así han visto otra cosa de sí mismos o de
sus compañeros sino las sombras proyectadas por el fuego sobre la parte de la
caverna que está frente a ellos?
-¡Cómo -dijo-, si durante toda su vida
han sido obligados a mantener inmóviles las cabezas?
-¿Y de los objetos transportados? ¿No
habrán visto lo mismo?
-¿Qué otra cosa van a ver?
-Y, si pudieran hablar los unos con los
otros, ¿no piensas que creerían estar refiriéndose a aquellas sombras que veían
pasar ante ellos?
Forzosamente.
-¿Y si la prisión tuviese un eco que
viniera de la parte de enfrente? ¿Piensas que, cada vez que hablara alguno de
los que pasaban, creerían ellos que lo que hablaba era otra cosa sino la sombra que veían pasar?
-No, ¡por Zeus! -dijo.
-Entonces no hay duda -dije yo- de que
los tales no tendrán por real ninguna otra cosa más que las sombras de los
objetos fabricados.
-Es enteramente forzoso -dijo.
-Examina, pues -dije-, qué pasaría si
fueran liberados de sus cadenas y curados de su ignorancia y si, conforme a
naturaleza, les ocurriera lo siguiente. Cuando uno de ellos fuera desatado y
obligado a levantarse súbitamente y a volver el cuello y a andar y a mirar a la
luz y cuando, al hacer todo esto, sintiera dolor y, por causa de las
chiribitas, no fuera capaz de ver aquellos objetos cuyas sombras veía antes,
¿qué crees que contestaría si le dijera alguien que antes no veía más que
sombras inanes y que es ahora cuando, hallándose más cerca de la realidad y
vuelto de cara a objetos más reales, goza de una visión más verdadera, y si
fuera mostrándole los objetos que pasan y obligándole a contestar a sus
preguntas acerca de qué es cada uno de ellos? ¿No crees que estaría perplejo y
que lo que antes había contemplado le parecería más verdadero que lo que
entonces se le mostraba?
-Mucho más -dijo.
II. -Y, sise le obligara a fijar su vista
en la luz misma, ¿no crees que le dolerían los ojos y que se escaparía
volviéndose hacia aquellos objetos que puede contemplar, y que consideraría que
éstos son realmente más claros que los que le muestran?
-Así es -dijo.
-Y, si se lo llevaran de allí a la fuerza
-dije-, obligándole a recorrer la áspera y escarpada subida, y no le dejaran
antes de haberle arrastrado hasta la luz del sol, ¿no crees que sufriría y
llevaría a mal el ser arrastrado y, una vez llegado a la luz, tendría los ojos
tan llenos de ella que no sería capaz de ver ni una sola de las cosas a las que
ahora llamamos verdaderas?
-No, no sería capaz -dijo-, al menos por
el momento.
-Necesitaría acostumbrarse, creo yo, para
poder llegar a ver las cosas de arriba. Lo que vería más fácilmente serían,
ante todo, las sombras, luego, las imágenes de hombres y de otros objetos
reflejados en las aguas, y más tarde, los objetos mismos. Y después de esto le
sería más fácil el contemplar de noche las cosas del cielo y el cielo mismo,
fijando su vista en la luz de las estrellas y la luna, que el ver de día el sol
y lo que le es propio.
-¿Cómo no?
-Y por último, creo yo, sería el sol,
pero no sus imágenes reflejadas en las aguas ni en otro lugar ajeno a él, sino
el propio sol en su propio dominio y tal cual es en sí mismo, lo que él estaría
en condiciones de mirar y contemplar.
-Necesariamente -dijo.
-Y, después de esto, colegiría ya con
respecto al sol que es él quien produce las estaciones y los años y gobierna
todo lo de la región visible y es, en cierto modo, el autor de todas aquellas
cosas que ellos veían.
-Es evidente -dijo- que después de
aquello vendría a pensar en eso otro.
-¿Y qué? Cuando se acordara de su
anterior habitación y de la ciencia de allí y de sus antiguos compañeros de
cárcel, ¿no crees que se consideraría feliz por haber cambiado y que les
compadecería a ellos?
Efectivamente.
-Y, si hubiese habido entre ellos algunos
honores o alabanzas o recompensas que concedieran los unos a aquellos otros
que, por discernir con mayor penetración las sombras que pasaban y acordarse
mejor de cuáles de entre ellas eran las que solían pasar delante o detrás o
junto con otras, fuesen más capaces que nadie de profetizar, basados en ello,
lo que iba a suceder, ¿crees que sentiría aquél nostalgia de estas cosas o que
envidiaría a quienes gozaran de honores y poderes entre aquéllos, o bien que le
ocurriría lo de Homero, es decir, que preferiría decididamente «ser siervo en
el campo de cualquier labrador sin caudal» o sufrir cualquier otro destino
antes que vivir en aquel mundo de lo opinable?
-Eso es lo que creo yo -dijo-: que
preferiría cualquier otro destino antes que aquella vida.
-Ahora fíjate en esto -dije-: si, vuelto
el tal allá abajo, ocupase de nuevo el mismo asiento, ¿no crees que se le
llenarían los ojos de tinieblas como a quien deja súbitamente la luz del sol?
-Ciertamente -dijo.
-Y, si tuviese que competir de nuevo con
los que habían permanecido constantemente encadenados, opinando acerca de las
sombras aquellas que, por no habérsele asentado todavía los ojos, ve con
dificultad -y no sería muy corto el tiempo que necesitara para acostumbrarse-,
¿no daría que reír y no se diría de él que, por haber subido arriba, ha vuelto
con los ojos estropeados, y que no vale la pena ni aun de intentar una
semejante ascensión? ¿Y no matarían, si encontraban manera de echarle mano y
matarle, a quien intentara desatarles y hacerles subir?
-Claro que sí-dijo.
Explicación
III. -Pues bien -dije-, esta imagen hay
que aplicarla toda ella, ¡oh, amigo Glaucón!, a lo que se ha dicho antes; hay
que comparar la región revelada por medio de la vista con la vivienda-prisión y
la luz del fuego que hay en ella con el poder del sol. En cuanto a la subida al
mundo de arriba y a la contemplación de las cosas de éste, si las comparas con
la ascensión del alma hasta la región inteligible no errarás con respecto a mi
vislumbre, que es lo que tú deseas conocer y que sólo la divinidad sabe si por
acaso está en lo cierto. En fin, he aquí lo que a mí me parece: en el mundo
inteligible lo último que se percibe, y con trabajo, es la idea del bien, pero,
una vez percibida, hay que colegir que ella es la causa de todo lo recto y lo
bello que hay en todas las cosas, que, mientras en el mundo visible ha
engendrado la luz y al soberano de ésta, en el inteligible es ella la soberana
y productora de verdad y conocimiento, y que tiene por fuerza que verla quien
quiera proceder sabiamente en su vida privada o pública.
-También yo estoy de acuerdo -dijo-, en
el grado en que puedo estarlo.
-Pues bien -dije-, dame también la razón
en esto otro: no te extrañes de que los que han llegado a ese punto no quieran
ocuparse en asuntos humanos; antes bien, sus almas tienden siempre a permanecer
en las alturas, y es natural, creo yo, que así ocurra, al menos si también esto
concuerda con la imagen de que se ha hablado.
-Es natural, desde luego -dijo.
-¿Y qué? ¿Crees -dije yo- que haya que
extrañarse de que, al pasar un hombre de las contemplaciones divinas a las
miserias humanas, se muestre torpe y sumamente ridículo cuando, viendo todavía
mal y no hallándose aún suficientemente acostumbrado a las tinieblas que le
rodean, se ve obligado a discutir, en los tribunales o en otro lugar
cualquiera, acerca de las sombras de lo justo o de las imágenes de que son
ellas reflejo y a contender acerca del modo en que interpretan estas cosas los
que jamás han visto la justicia en sí?
-No es nada extraño -dijo.
-Antes bien -dije-, toda persona
razonable debe recordar que son dos las maneras y dos las causas por las cuales
se ofuscan los ojos: al pasar de la luz a la tiniebla y al pasar de la tiniebla
a la luz. Y, una vez haya pensado que también le ocurre lo mismo al alma, no se
reirá insensatamente cuando vea a alguna que, por estar ofuscada, no es capaz
de discernir los objetos, sino que averiguará si es que, viniendo de una vida
más luminosa, está cegada por falta de costumbre o si, al pasar de una mayor
ignorancia a una mayor luz, se ha deslumbrado por el exceso de ésta; y así
considerará dichosa a la primera alma, que de tal manera se conduce y vive, y
compadecerá a la otra, o bien, si quiere reírse de ella, esa su risa será menos
ridícula que si se burlara del alma que desciende de la luz.
-Es muy razonable -asintió- lo que dices.
No hay comentarios:
Publicar un comentario