Alma vasca
Miguel de Unamuno
«Egi alde guztietan
Toki onak badira
Bañan biyotzak diyo
Zoaz Euskalerrirá[1].
Iparraguirre
No se conoce a uno sino por lo que dice y hace, y el alma de un pueblo sólo en su literatura y su historia cabe conocerla –tal es el común sentir. Es hacedero, sin embargo, conocer a un pueblo por debajo de la historia, en su obscura vida diaria, y por debajo de toda literatura, en sus conversaciones.
«Si los pueblos sin historia son felices, felicísimos han sido los vascos durante siglos y siglos», dijo de nosotros Cánovas del Castillo. De esta felicidad secular arranca nuestra juventud, una juventud amasada durante siglos. Pero ¿es que no hemos tenido historia? ¿Nos han faltado Aquiles u Homeros que los hayan cantado? «El pueblo inglés es un pueblo mudo; pueden cumplir grandes hazañas, pero no describirlas», dijo de su pueblo Carlyle, y con más razón que él del suyo puedo yo decirlo del mío. Y así como Carlyle añadía que su poema épico, el de los ingleses, está escrito en la superficie de la tierra, así añado yo que, más modestamente y más en silencio aún, ha escrito en la superficie de la tierra y en los caminos del mar su poema mi raza, un poema de trabajo paciente, en la América latina más que en otra parte alguna.
Durante siglos vivió mi raza en silencio histórico, en las profundidades de la vida, hablando su lengua milenaria, su eusquera; vivió en sus montañas de robles, hayas, olmos, fresnos y nogales, tapizadas de helecho, argoma y brezo, oyendo bramar al océano que contra ellas rompe, y viendo sonreír al sol tras de la lluvia terca y lenta, entre jirones de nubes. Las montañas verdes y el encrespado Cantábrico son los que nos han hecho.
Entramos tarde en la cultura, y entramos en ella con todo el vigor de la juventud y toda la cautela de una juventud elaborada tan lentamente, con timidez bajo la audacia misma. Porque el vasco, por arriesgado que sea ante la naturaleza, suele ser tímido ante los hombres, vergonzoso. El más valeroso marino vasco que haya afrontado el peligro supremo con serena calma, el más fuerte luchador contra los elementos que salga de mi raza, la de Elcano, el primero que dió vuelta al mundo, encuéntrase en sociedad cohibido. Mi paisano y entrañable amigo Juan Arzadun, en el hermosísimo relato la «Nochebuena del expósito», que figura en su precioso libro Poesía (tomo II de la «Biblioteca bascongada de Fermín Herrán», Bilbao 1897), habla del «tipo hermoso y tranquilizador del aldeano vasco» que «daba vueltas entre sus manos de gigante a la boina, lleno de insuperable timidez, y sonreía con vaguedad, fuerte y bonachón como un Hércules adolescente». La pintura es admirable; sobre todo lo de la timidez. Quien haya conocido en Universidades grupos de estudiantes vascongados, recordará dónde y cómo suelen reunirse, y cómo huyen de cierta sociedad. A ello ha contribuido no poco la natural torpeza para expresarse en lengua castellana, porque donde ha llegado a ser ésta, como en Bilbao, la nativa, las cosas varían.
Vizcaino es el hierro que os encargo;
corto en palabras, pero en obras largo.
concluye diciendo Don Diego de Haro en aquel magnífico final de la escena primera del primer acto de La prudencia en la mujer, en que Tirso de Molina dijo de nosotros en cuarenta versos lo que en cuarenta volúmenes no se ha dicho después. «Cortos en palabras, pero en obras largos.» Hasta nuestras palabras suelen ser acción -que lo diga, recientemente, el vasco Grandmontagne- y confío en Dios en que cuando se nos rompan por completo los labios y hagamos oír nuestra voz en la literatura española, será nuestro pensamiento corto en palabras y en obras largo.
Es, ante todo, un pueblo ágil y ágil más que maciza su activa y silenciosa inteligencia. Il saute comme un basque, se dice proverbialmente en Francia, y cuando nos metemos a escribir damos también saltos y cabriolas. Y la agilidad es la expansión más pura de la fuerza espontánea. Ved que nuestro juego típico es el de la pelota. De las ideas mismas hacemos pelotas en que adiestrar y robustecer nuestro espíritu. En los últimos disturbios de Bilbao, las ideas que unos y otros empendonaron eran, créanlo o no ellos, un pretexto para luchar.
La inteligencia de mi raza es activa, práctica y enérgica, con la energía de la taciturnidad. No ha dado hasta hoy grandes pensadores, que yo sepa, pero si grandes obradores, y obrar es un modo, el más completo, acaso, de pensar. El sentimiento del vasco es un sentimiento difuso que no se deja encerrar en imágenes definidas, savia que resiste la prisión de la célula, sentimiento, por decirlo así, protoplasmático. Estalla en la música, que es lo menos ligado a empobrecedoras concreciones. Coged las letras de Iparraguirre sin música, hacedlas traducir, y os resultará lo más vulgar y pedestre. Y, sin embargo, oíd cantar aquel «extiende y propaga tu fruto por el mundo mientras te adoramos, árbol santo», y como en un mar se brizará en sus notas robustas vuestro corazón, acordando a ellas sus latidos. Y es que letra y música se concibieron juntas, como formas de una misma substancia.
Un carácter rudo y pacientemente impetuoso, por lo común autoritario. De la rudeza dan buena muestra las atrocidades que de los turbulentos banderizos de fines de nuestra Edad Media nos cuenta Lope García de Salazar en su Libro de las buenas andanzas e fortunas, aquellas sombrías luchas entre los de Butrón y Tamudio, los de Tamudio y los Leguizamón, los Leguizamón y los Tariaga y Maztiartu, narradas con fúnebre monotonía por el viejo cronista mientras estaba preso por sus hijos en la torre de Sant Martín de Mesñatones.
Y autoritarios, sí, autoritarios, a la vez que de espíritu independiente. Para mandar salvajes o para regir frailes, para colonizadores o para priores que ni hechos de encargo, pintiparados allí donde haga falta una energía un poco ruda y procedimientos rectilíneos, pero torpes para gobernar pueblos ya hechos, donde haya que concertar voluntades y templar gaitas, donde se requiera flexibilidad ante todo. Y cuando le toca ser subordinado el vasco, según la frase consagrada, obedece, pero no cumple; no dice que no, pero hace la suya.
Porque a tercos sí que no nos gana nadie. «Vizcaíno, burro», suele decirse aludiendo a nuestra testarudez, que acaso llegue a ser muchas veces en nosotros un vicio, pero que es, sin duda, de ordinario nuestra virtud capital. Si no entra de otro modo el clavo, lo meteremos a cabezadas. Pero nuestra terquedad es menos violenta que la del aragonés. Toda la afabilidad que se quiera, pero a hacer la suya el vasco. «Los vascongados -suele decirme un amigo- no atienden ustedes a más razones que a las suyas propias; si se arruinan, será solos, sin empacharse de consejos ajenos, pero sin culpar tampoco al prójimo por ello.» Por tercos, más que por otra cosa, hemos sostenido dos guerras civiles en el siglo pasado, porque nos parecía que marcha demasiado de prisa el progreso político, sin acomodarse al social; para ponerle a paso de buey, lento, sí, pero seguro.
Si hay algún hombre representativo de mi raza, es Iñigo de Loyola, el hidalgo guipuzcoano que fundó la Compañía de Jesús, el caballero andante de la Iglesia: el hijo de la tenacidad paciente. La Compañía, me decía una vez un famoso exjesuíta, no es castellana, como se ha dicho, ni española; es vascongada. Y vascongada hasta en sus defectos. Es vascongada en su terquedad pacienzuda, en su espíritu a la vez autoritario e independiente, en su horror a la ociosidad, en su pobreza de imaginación artística, en la fuerza para acomodarse a los más distintos ambientes, sin perder su individualidad propia. Y esto me lleva como de la mano a decir algo de lo que se ha llamado nuestro fanatismo.
Fue el pueblo vasco de los últimos en abrazar el cristianismo, pero lo abrazó con tanto ahínco como retardo. No es para nosotros la religión una especie de arte supremo en que busquemos tan sólo satisfacción a anhelos estéticos, sino que es algo muy hondo y muy serio. No es extraño encontrar en nuestras montañas quienes vivan hondamente preocupados del gran negocio de su salvación, en un estado de espíritu genuinamente puritánico. Nuestro sentimiento religioso, hondamente individualista, no se satisface con pompas litúrgicas en que resuenan ecos paganos. Es por dentro un espíritu nada romano; la de un alma que quiere relacionarse a solas y virilmente con su Dios, un Dios viril y austero. El calvinismo hugonote empezó a arraigar en el país vasco-francés; uno de los primeros libros impresos en vascuence -si no el primero, el segundo-, fue la traducción del Nuevo Testamento hecha en 1571 por Juan de Lizarraga, un hugonote vasco-francés, bajo los auspicios de Juana de Albret. En el fondo de la más rígida e incuestionable ortodoxia, se descubre pronto en la religiosidad de mi raza un germen antilatino, germen que espero dará frutos. La misma Compañía de Jesús que fundó mi paisano Loyola para atajar la marcha del protestantismo, ¿no nació, acaso, como todo movimiento que pretende oponerse a otro, en el seno mismo en que éste se agita, en relación de unidad profunda bajo su oposición superficial? Los Ejercicios espirituales, de Loyola, ¿no son acaso uno de los libros más gustados entre protestantes? Si persiste o no hoy el primitivo espíritu ignaciano en la Compañía, es ya otra cosa.
Se habla de nuestro espíritu reaccionario, cuando debía llamársele más bien conservador, en el mejor sentido. Queremos progresar al paso de la naturaleza, con calma, acomodando lo político a lo social. En el fondo del carlismo vascongado hubo siempre un soplo socialista; vislumbraba que se ha ahogado la libertad social bajo la política. Me decía una vez Pablo Iglesias que a nadie era más difícil de ganar al socialismo que al vascongado, pero que una vez dentro de él, era de los convencidos y de los sólidos, sin impaciencia ni desmayos.
Sobre esa base de austera y seria religiosidad, de activo recogimiento, se levanta la familia vasca, bajo la autoridad del eche co jauna, del amo de la casa. Y junto a él su mujer, que con él laya en la heredad, una mujer robusta. De soltera, con las trenzas tendidas sobre la espalda, lleva a la cabeza la herrada, suelta, ágil y fuerte, con la gracia reposada del vigor, «asentándose en el suelo como un roble, aunque ágil además como una cabra; con la elegancia del fresno, la solidez de la encina y la plenitud del castaño..., amasada con leche de robusta vaca y jugo de maíz soleado»..., permitidme que reproduzca estas palabras de mi Paz en la guerra. Y es ésta luego una mujer que la maternidad priva sobre la sexualidad. Me han confirmado sacerdotes de mi país, que por el confesionario lo saben, que los rarísimos casos de adulterio que en nuestras montañas ocurren, se deben en gran parte al ansia de las mujeres por tener hijos, cuando el marido no se los da. Los desea y los necesita.
Si su aspereza tosca no cultiva
aranzadas a Baco, hazas a Céres,
es porque Venus huya, que, lasciva,
hipoteca en sus frutos sus placeres.
Aquí observo bien dos hechos el travieso mercenario, aunque no acertó a relacionarlos. En el país vasco ni la extrema pobreza y desolada aridez que sume a los pueblos en incurable tristeza, ni la exuberancia y facilidad que los hunde en modorra e indolencia. Ahora que con las minas y las industrias ha empezado a acumularse una gran riqueza, ahora es cuando empieza a notarse algún cambio en el espíritu. Emprendedor y activo, sí, pero se ha hecho insoportable el bilbaíno por lo pagado de si mismo y de su riqueza y su convencimiento de pertenecer a cierta raza superior. Mira con cierta petulancia al resto de los españoles, a los no vascongados, si son pobres, llamándolos despreciativamente maquetos.
Es antigua en el pueblo vasco la pretensión de nobleza, originada del aislamiento en que vivió. Para el aldeano vasco no hay más que una distinción entre las gentes; euscaldunac los que hablan euscara o eusquera como él, y erdaldunac los demás, los bárbaros, los que hablan cualquier erdara o erdera, nombre en que se incluyen todas las hablas que no sean vascuence. Y respecto a pretensiones de hidalguía, basta leer lo que a Don Quijote dijo Sancho de Aspeitia. Cuéntase también que diciendo un Montmorency, creo, delante de un vasco, que ellos, los Montmorency databan no sé si del siglo VIII o IX, contestó el otro: pues nosotros, los vascos, no datamos. Y Tirso de Molina hizo decir a don Diego de Haro que
Un nieto de Noé les dió nobleza
que su hidalguía no es de ejecutoria.
Estos humos han producido ahora, a favor de la riqueza, una atmósfera irrespirable, pero es de esperar que digieran mis paisanos su riqueza y surja allí la cultura que canta sobre las chimeneas de las fábricas, como diría otro vasco, Maeztu, la que brota de expansión de vida.
Se ha dicho alguna vez que el vasco es triste, y triste habría que creerle, a juzgar por los relatos de Baroja. Yo no lo siento así, sino que aspiro en mi país, y entre los míos, una alegría casera y recogida, y no pocas veces el estallido de gozo de la vida que desborda.
Para alegría, la de mi país; una alegría como la del sol que sonríe entre jirones de nubes, sobre las montañas verdes, al través de la lluvia no pocas veces; una alegría agridulce, como la del chacolí o la sidra. Suele ser la alegría de dentro, no la que el sol os impone, sino la que brota del estómago saciado; no del cielo, sino del suelo. Suele ser la alegría a la holandesa que irradia de los cuadros de Teniers, la de sobremesa, tras pantagruélicas comilonas, no la que se nutre de manzanilla, aceitunas y cantos morunos. Hay que ver en la romería de la Albóniga, sobre Bermeo, cómo los intrépidos pescadores se desentumecen los miembros dando saltos y cabriolas, con una encantadora tosquedad, con la torpeza de gaviotas o alabancos que se pusieran a bailar.
¡Y si viérais una vuelta de romería, allá, al derretirse de la tarde, en los repliegues del sendero, entre las fuertes hayas cuyo follaje susurra extraños rezos! Vuelven cantando y saltando, cogida la moza no pocas veces por el robusto brazo de layador del mozo, riendo cualquier bobada, porque es la risa la que busca el chiste y no éste el que la provoca, abriendo la espita al chorro de vitalidad que desborda como de henchida cuba. De cuando en cuando arranca de un gaznate fresco un sanso o irrintzi, un relinchido, y sube como alondra, esparciéndose por el valle mezclado al rumor del follaje de los robles, y callan los pájaros, y vibra el cielo y se derriba al fin en el ámbito saturado de la santa alegría que del descanso del trabajo brota, aquel latido de un alma sencilla, que vive sin segunda intención y que sólo sabe expresarse así, inarticuladamente, en robusta oración al dios de la alegría y del trabajo, de la alegría seria y del trabajo serio.
No; mi pueblo no es triste; y no lo es, porque no toma el mundo no más que en espectáculo, sino que lo toma en serio; no lo es, porque estará a punto de caer en cualquier dolencia colectiva, menos en esteticismo. El día en que pierda la timidez, cobre entera conciencia de sí y aprenda a hablar en un idioma de cultura, os aseguro que tendréis que oírle, sobre todo si descubre su hondo sentimiento de la vida: su religión propia.
Miguel de Unamuno