lunes, 15 de julio de 2013

La unidad y la pureza



En un texto de J. Ratzinger (Fe y Futuro, Salamanca, Sígueme, 1973, pp. 76-77) que me envía Pablo Velasco (@pavelaquin) el actual papa emérito dice -proféticamente- que la Iglesia del futuro, es decir, la de hoy (porque lo dice hace cuarenta años del texto) será simple y exigirá un compromiso más directo de los fieles

Para lograrlo tendrá que eliminar tres actitudes de defensa: 

1. "Será una iglesia interiorizada, sin reclamar su mandato político y coqueteando tan poco con la izquierda como con la derecha". No se debe coquetear con la política. Es decir sólo es posible hablar con el poder si tienes un poder igual o similar a él, porque el poder (religioso, político o económico) sólo respeta al poder. El poder es a-teo, y por lo tanto a-moral, sólo entiende de razones instrumentales y es superficial por naturaleza. Esa es la razón por la que corrompe, porque va contra la naturaleza humana, para la que hay otras cosas que lo inmediato superficial y técnico. 

Porque el poder es así, si no somos capaces de colocar un poder frente al poder es mejor que no hablemos con él, de lo contrario seremos devorados. Antes existía el poder moral... pero desde que Maquiavelo es lectura de colegio ya no existe la moral frente al poder. La teoría de las dos espadas, por la cual se decía en la Edad Media que el poder político y el religioso debían convivir, uno en cada mano, apoyándose mutuamente, sin mezclarse, debe abandonarse: ahora el poder político intercambia protecciones con la tecnología y la religión debe ocupar otro puesto para sobrevivir.

2. Benedicto apunta en una frase otras dos actitudes: "Habrán de suprimirse tanto la cerrada parcialidad sectaria como la obstinación jactanciosa". 

Vayamos a lo primero: la "cerrada parcialidad sectaria", tres adjetivos que vienen a decir lo mismo y se apoyan solidariamente, lo que toca en este siglo es abrirse al otro. Es decir, nada de criterios sectarios, nada de grupos cerrados, de burbujas aisladas del mundo. Es necesario que existan grupos pequeños de pureza, de fortaleza, pero estos grupos sólo tienen sentido si están abiertos. Son necesarios porque sólo en los grupos pequeños se da la adhesión auténtica, el encuentro comunitario. El gran reto consiste en vivir abierto a los otros sin perder ni un ápice de identidad. La diferencia es sutil, pero interesante: el sectario se cierra al diálogo porque quiere convencer al otro, sacar algo del otro, pero no le escucha porque tiene miedo a contaminarse y en el fondo le desprecia; la verdadera comunidad exige que se respete al otro aunque no se comparta su visión, que se respete al otro con sus errores.

No se trata del respeto liberal, que en el fondo es un desprecio y supone la indiferencia ante el error o el acierto del otro. Sino de un respeto a la persona que se equivoca, no a su error, o a su mentira o su injusticia. 

Precisamente al estar abierto al otro y querer comprenderle sin querer sacar nada de él, se puede decir la verdad con más tranquilidad; se puede reparar la injusticia con mayor dedicación. Y contrarrestar la obstinada maquinaria del poder con la simple verdad: cuando el poderoso miente, digamos la verdad sin problema. Cuando comete injusticia, difundámosla por todo el mundo, no hay límites a la verdad, a la transparencia, al hablar. Los medios de comunicación ahora lo permiten, hagámoslo, hagamos que la injusticia y la mentira tengan su precio.

¡Eduquemos al poderoso! Es el momento de hablar, sin estrategias ni tapujos; es el momento de la transparencia, que va derribando algunos resortes del poder político religioso y empresarial. 

El silencio cómplice, el que quería salvar la estructura antes que las personas, el que se imponía tácita o explícitamente en cláusulas de dudosa moralidad en los contratos, es un silencio del siglo XX que sólo ha conseguido perpetuar el mal. 

Y precisamente en esta línea Benedicto XVI destapó todo lo destapable: la verdad si hace daño, que duela, siempre será peor que la corrupción; y Francisco I: "pecadores sí, corruptos no". 

3. Y, en la misma frase incitaba a abandonar "obstinación jactanciosa". Obstinación de creer que el mundo actual es similar al del siglo XX. Y no, el mundo del pasado se está derrumbando, con sus macroinstituciones y sus programas generales de influencia social. Las grandes estructuras están cayendo y hay que olvidarse de la obstinada lucha por mantenerlas. Hay que dejarlas caer para construir sobre ellas. 

El saber técnico se opone al humano como la comunidad se opone a la superestructura donde nadie se conoce ni se habla, y donde se toman decisiones que afectan a la vida íntima de las familias sin preocuparse por nada, a 19,8 kilómetros de distancia y sólo con unos datos de una tabla de cálculo. 


Al final la Iglesia se mantendrá, claro, pero "no la iglesia del culto político, ... sino la iglesia de la fe (...), una iglesia interiorizada y simplificada". 

Y lo mismo puede ocurrir con las otras instituciones que no son Iglesia pero viven cerca de ella: que deben adelgazar, interiorizarse, simplificarse, mostrar la belleza de la unidad libre de estructuras, poderes, izquierdas y derechas.

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