La idea cristiana de la unidad ha presidido toda la historia de Occidente. Cualquiera de las facetas humanas de las que estamos más orgullosos es fruto de lo que el cristianismo ha realizado en el espíritu de barbarie.
Los derechos humanos, la ciencia, la química, la física, la matemática, la biología, la tecnología, la pintura, la escultura, la arquitectura, la música, la literatura, la democracia, el ecumenismo, la secularización, la libertad, la igualdad, la fraternidad, la caridad, la universalización, las universidades, la justicia, el comercio, etcétera, etcétera.
Basta ver los países islámicos, animistas o budistas cómo viven en un estado de letargo, de pobreza, de insalubridad y división. Y no es culpa de occidente, de la colonización y esas cosas. No, puesto que el cristianismo se extiende por países ricos y pobres, con riquezas naturales o sin ellas, con climas fríos y desérticos... y allí donde se implanta florece la medicina, el arte, la caridad.
Berdiaeff lo vio claro: la religión auténtica es la que ha estado obrado en Europa a lo largo de los siglos en un doble movimiento: por un lado elimina paulatinamente la barbarie y la desigualdad social, por otro, actúa en cada hombre como una fuerza civilizadora interior. Al igual que el hombre de naturaleza recibe el espíritu y da comienzo al proceso de humanización desde dentro, el cristianismo actúa exactamente igual: desde dentro acaba con el hombre primitivo, tribal, nacionalista, y lo va convirtiendo, poco a poco, siglo a siglo, en un ser civilizado.
Pero vayamos al texto (¡escrito en 1924!):
"A juzgar por numerosos síntomas, nos aproximamos a una nueva época histórica, a una época que se parecería a la primera Edad Media, esa edad todavía oscura de los siglos VII, VIII Y IX que precedió el Renacimiento medieval. Y muchos de nosotros no pueden sino sentir afinidad con los últimos romanos. Es éste un noble sentimiento. ¿No se desperté algo semejante en la nueva alma cristiana de san Agustín cuando amenazaba a Roma el peligro de la irrupción del mundo bárbaro? Así, muchos de nosotros pueden considerarse a sí mismos como los últimos y fieles representantes de la vieja cultura cristiana de Europa, amenazada por muy grandes peligros exteriores e interiores.
A lo largo de esta época de barbarie nueva, aunque civilizada, que nosotros presentimos, será urgente llevar la luz inextinguible como otrora fue llevada por la Iglesia cristiana. Sólo en el cristianismo se revela y se conserva la imagen dél hombre, el rostro del hombre. El cristianismo ha librado al hombre de los demonios de la naturaleza que lo desgarraban en el universo pagano; me refiero a la demonolatría. Sólo la Redención cristiana ha dado al hombre el poder para erguirse y, espiritualmente, mantenerse derecho; ella arrancó al hombre del imperio de las fuerzas elementales de la naturaleza bajo las cuales el hombre había caído, de las que se había hecho esclavo. El mundo antiguo elaboró la forma del hombre. En él apareció la energía creadora del hombre, pero la personalidad humana no se había liberado aún del dominio de las fuerzas elementales de la naturaleza; el hombre espiritual no había nacido aún.
El segundo nacimiento del hombre, que no es ya natural sino espiritual, tuvo lugar en el cristianismo. El propio humanismo recibe su verdadera humanidad de manos del cristianismo: la Antigüedad no era suficiente para dársela. Pero el humanismo, en el curso de su desarrollo, separó a la humanidad de sus fundamentos divinos y he aquí cómo el humanismo, cuando finalmente desgajó al hombre de la Divinidad, se volvió simultáneamente contra el hombre y se puso a destruir la imagen de éste, porque el hombre es la imagen y la semejanza de Dios. Cuando el hombre no quiso ser más que la imagen y la semejanza de la naturaleza, un hombre meramente natural, se sometió por ello mismo a fuerzas elementales interiores y alienó su imagen. El hombre vuelve a ser desplazado por los demonios, es impotente para resistirles y defenderse. El centro espiritual de la personalidad humana se ha perdido. La tragedia de los tiempos modernos comiste en que el humanismo se ha vuelto contra el hombre. Ésta es la causa de la derrota fatal del Renacimiento y de su ruina inevitable. La gente de nuestra época se complace en decir que el cristianismo no ha triunfado, que no ha cumplido sus promesas, y sacan de allí la conclusión de que es inverosímil y absurdo tornarse hacia él. Pero el hecho de que la humanidad europea no haya realizado el cristianismo, que lo haya desfigurado y traicionado, no podría constituir un argumento válido contra su verdad y autenticidad. Porque el Cristo no prometió la realización de su reino de aquí abajo; él decía que su reino no era de este mundo, predecía para el final el desnudamiento de fe y de amor. La no-verdad de la humanidad cristiana es una no-verdad humana, una traición y una caída humana, es una debilidad y una falta humana, no una no-verdad cristiana, no una no-verdad divina. Toda la indignación que suscitó el catolicismo no hubiera sido injusta si se hubiera dirigido contra la humanidad católica, pero no contra las cosas auténticamente santas de la Iglesia católica. Sólo el hombre, desde el comienzo, alteraba el cristianismo, lo desfiguraba mediante sus caídas. Finalmente, se levanta contra él y lo traiciona, responsabilizando a la vida cristiana de sus propios pecados y sus propias caídas"
Berdiaeff, N.: Una nueva Edad Media, Ediciones Carlos Lohlé,
Buenos Aires 1979, pág. 47-49.
(Traducción de la versión francesa de Un Nouveau Moyen Âge por Ramón Alcalde)
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