CONCEPTO E INFLUJO DE LA UNIVERSIDAD
Es cosa evidente que las Universidades, propiamente dichas, nacen en la Edad Media, pero no son menos ciertos otros dos hechos.
El primero, que antes de existir las Universidades o fuera de su influjo, los hombres ávidos de saber—los filósofos, en el más recto sentido de la palabra—se han reunido en escuelas, y el influjo de los más doctos ha sido siempre decisivo para su pueblo.
Por eso, aun reconociendo con López Ibor que «no debemos caer en la beatería de afirmar que un pueblo es, en definitiva, lo que su Universidad sea», porque «la Universidad como institución es un hecho relativamente reciente en la historia de la cultura, y antes y fuera de su radio histórico han existido, grandes pueblos y grandes culturas», es preciso añadir inmediatamente que la Universidad, o el centro de elevada formación intelectual, tiene un influjo extraordinario en la vida de su país.
Permitidme para confirmarlo un testimonio que es un pequeño desahogo de romanista. Cuando el emperador Justiniano dedicaba su Instituta a «la juventud amante de las leyes», a los estudiantes de Derecho, terminaba la dedicatoria con estas palabras: «...y así instruidos, mostrad vosotros mismos que os alienta la halagüeña esperanza de poder gobernar nuestro Imperio en la parte que se os confiare una vez concluido este estudio».
Y nuestro sabio rey D. Alfonso no quiso que faltase una minuciosa regulación de la Universidad en las Partidas, precisamente porque entendía que «de los homes sabios, los homes las tierras e los regnos se aprovechan e se guardan e se guían por el consejo de ellos.»
Es que, como su S. S. Pío XII recordaba a los universitarios italianos en abril de 1941: «Es un hecho patente e innegable que a los círculos universitarios, a las clases de cultura superior, les está reservado un puesto singular, una parte relevante en el orden social. No es que cuantos se dedican a los altos estudios del saber y de las ciencias sobresalgan siempre y obtengan la primacía sobre los demás», pero «habiendo adquirido el espíritu científico, la posibilidad de saber las cosas por sí mismos, sin limitarse a recibir de otros la ciencia hecha... en la vida de un pueblo pueden llamarse cerebro los que han recibido formación universitaria.
El otro hecho innegable a que aludí es que bajo la misma denominación de Universidad se han cobijado realidades docentes esencialmente distintas. Dicho en otros términos: la Universidad en sus diversos momentos históricos tiene significado, esencia y fines completamente diversos. La Universidad medieval responde a un concepto y tiene una misión muy alejada de la Universidad que nosotros hemos vivido, y aun dentro de la misma Universidad moderna pueden advertirse tipos fundamentalmente desiguales.
Es que la Universidad no es en sí misma un fenómeno eterno de líneas inmutables, y por eso interesa con urgencia construir su concepto para que de él derive la más fecunda realidad, tal como la reclaman las exigencias históricas.
Anticipemos, desde ahora, que lo fundamental de la Universidad está como dice la primaveral prosa alfonsina en el ayuntamiento de maestros y escolares con la doble finalidad de «aprender los saberes» y de «facer vida honesta e buena». Porque sin auténticos maestros no hay Universidad posible; sin escolares no tiene razón de ser; sin buscar la auténtica ciencia falta la finalidad específica, y sin formar hombres resulta infecunda y destructora.
UNIDAD Y UNIVERSIDAD
La denominación de Universidad no es realmente otra cosa que un reflejo del origen corporativo de los estudios medievales. La Edad Media, recogió la expresión latina empleada para nombrar las entidades o personas colectivas. «Universitas» quiere decir que existe unidad—el ente colectivo —independiente de la diversidad de los miembros que lo componen. Esto, en realidad, atañe a las personas que integran la Universidad, pero el alcance de la expresión es mucho más profundo y de fecundidad más elevada. Porque no sólo podemos referirlo a las personas, sino también a la actividad formadora que la Universidad realiza, es decir, la consecución de la unidad en el saber, a pesar de la diversidad de ciencias; unidad en la formación del hombre, resultante de la pluralidad de medios empleados para conseguirla.
Pero advirtamos que no todos los tipos históricos de Universidad responden a esta idea que parece fundamental e imprescindible.
La Universidad del Medio Evo es, sí, esencialmente cultural e íntegramente formadora del hombre. Refleja exactamente las características de la edad en que florece: unidad de cultura y de pensamiento, sentido cristiano de la vida, que supone al hombre regido en todas sus actividades por la idea de acatamiento a Dios. La Universidad medieval es educativa.
Pero rota la unidad cultural y moral con el Renacimiento y la Reforma, la Universidad se convierte en Enciclopedia, que ya no es la unidad de los saberes, sino la yuxtaposición de las ciencias. Por fortuna en España esta ruptura se retrasó algunos siglos merced a la obra tenaz de nuestros defensores de la verdadera reforma.
La ruptura llegó al fin, y de esta manera la Universidad del tiempo nuevo ya no tuvo una función primordialmente cultural y formativa del hombre, y así aparecen nuevas direcciones y finalidades. Por una parte, se concibe la Universidad como centro de investigación científica—la Universidad alemana—; por otro lado, surge la Universidad como escuela de preparación para el ejercicio profesional — la Universidad francesa que nosotros hemos imitado y no con mucha fortuna—; y en una tercera dirección aparecen las universidades anglosajonas, más fieles a la tradición medieval en el afán de formar al hombre, pero con el criterio alicorto de la ciencia moderna dominada por el signo positivista.
Digamos, sin embargo, que la misión educativa de la Universidad va tan ligada a su fundamental característica de enseñar los saberes, puesto que la acción encuentra su estímulo y norma en el pensamiento, que, a pesar de que la Universidad quiso dejar de ser educativa para hacerse sólo científica o profesional, resultó necesariamente deseducadora, que, al fin y al cabo, es una manera de educar para el mal y para el error.
Así, pues, vemos delinearse a lo largo de la historia universitaria diversas actividades que deben ser recogidas en una auténtica Universidad que responda a las exigencias actuales.
Una Universidad de hoy ha de llenar estas funciones:
a) En primer término una misión cultural, esto es, la trasmisión de las ideas fundamentales sobre el mundo y el destino del hombre, que constituyen el substratum de cualquier otra formación intelectual.
b) En segundo lugar, una formación científica encaminada a la preparación para el ejercicio de las diversas profesiones.
c) En tercer término la formación de investigadores para el cultivo de la ciencia pura.
d) En cuarto lugar, una labor encaminada al desarrollo de los valores humanos y sobrenaturales que capaciten al joven para enfrentarse en las mejores condiciones posibles con el ambiente social en que ha de desenvolverse en el ejercicio de su actividad y pueda cumplir su destino temporal y ultraterreno.
REINTEGRACIÓN DEL HOMBRE
Con esto queremos decir, que es necesario educar al hombre, considerándolo en su integridad. Pero hablar del hombre considerado en su integridad es cosa inaudita. Porque la verdad es que mirando al hombre desde puntos de vista unilaterales, nos hemos acostumbrado a considerar facetas de hombre, y las hemos confundido con el hombre entero. Y unas veces nos han hablado del homo oeconomicus, como si el hombre sólo fuera interés y avaricia. Y mientras Hobbes mirando al hombre con un solo ojo nos hablaba del homo homini lupus, cómo si no fuera más que maldad y egoísmo,
Rousseau mirándolo con ojo diverso pregona la bondad natural del hombre. Los naturalistas hablan del homo sapiens y los hombres de ciencia piensan en el homo intelectualis, como si el hombre no tuviera más facultad que la inteligencia, y así nos han hecho caer en esa tremenda aberración del intelectual a secas que es la más deforme concepción del hombre que imaginarse puede.
Nos hemos acostumbrado a ver un hombre fragmentario y confundirlo con todo el hombre, del mismo modo que creemos considerar a todo el árbol fijándonos sólo en su tronco y en sus ramas, sin acordarnos de su raíz porque está enterrada, y la verdad es que la raíz es su asiento y su vida.
Hablamos acertadamente del hombre como animal racional, pero solemos olvidarnos de su raíz y de su destino sobrenaturales. Por eso, si no fuera pretencioso, y sólo a efectos de mera expresión, nos atreveríamos a ensanchar aquella definición de la persona humana tradicionalmente repetida desde Boecio por la auténtica Filosofía y decir, no sólo que es substancia individual de naturaleza racional, sino añadir que tiene un destino sobrenatural.
Hemos llegado a mirar, a medir al hombre solo hasta la cabeza, o si queréis, con expresión más corriente, a mirar las cosas de tejas abajo, y, sin embargo, el elemento sobrenatural es algo tan propio del hombre como sus brazos o como su inteligencia. La vida de gracia es una realidad operante en el hombre, y la acción de Dios se manifiesta en nosotros de manera continua, pues como San Pablo decía a los sabios de Atenas, «en Él vivimos y nos movemos y somos». Por eso, el católico no habla nunca de la casualidad, porque sabe ciertamente que no es el azar el que gobierna al mundo, sino la voluntad de Dios, sin cuyo concurso ni siquiera el viento mueve las hojas del árbol.
Y así para educar al hombre hay que tomarlo en su integridad. «Efectivamente, nunca hay que perder de vista —estoy transcribiendo palabras lapidarias de la «Divini Illius Magistri»— que el sujeto de la educación cristiana es el hombre todo entero, espíritu unido al cuerpo en unidad de naturaleza, con todas sus facultades naturales y sobrenaturales, cual nos lo hacen conocer la recta razón y la revelación».
Integridad del hombre que no es yuxtaposición de elementos sino unidad substancial de ellos, por lo cual no cabe prescindir de ninguno so pena de dar un golpe de muerte al concepto del hombre y al hombre mismo.
El hombre verdadero es aquel susceptible de convertirse en la «nova creatura» de que San Pablo hablaba a gálatas y a colosenses. Así resulta claro que el fin propio de la verdadera educación no puede ser otro, como Pío XI enseña en la encíclica aludida, que el «cooperar con la gracia divina a formar el verdadero y perfecto cristiano, es decir, el mismo Cristo en los regenerados con el bautismo... Ya que el verdadero cristiano debe vivir vida sobrenatural en Cristo: «Cristo que es nuestra vida» (Col. III, 4; Christus, vita vestra) y manifestarla en todas sus operaciones: «Para que la vida de Jesús se manifieste en nuestra carne mortal». (II Cor., IV, 11: Ut et vita lesu manifestetur in carne nostra mortali)».
Añadamos inmediatamente que por tales motivos «la educación ha de comprender todo el ámbito de la vida humana, sensible y espiritual, intelectual y moral, doméstica y social, no para menoscabarla, sino para elevarla, regularla y perfeccionarla, según los ejemplos de la doctrina de Cristo». Porque la educación tiene una finalidad esencial: formar al «hombre tal cual debe ser, y como debe portarse para cumplir el fin para el cual fue creado». Y de esta manera, así como resulta «evidente que no puede existir educación verdadera que no esté totalmente ordenada al fin último, así en el orden actual de la Providencia, o sea, después que Dios se nos ha revelado en su Unigénito Hijo, único «camino, verdad y vida», no puede existir educación completa y perfecta si la educación no es cristiana»
Quizás pueda parecer que hemos tocado demasiadas teologías o que hemos confundido la tribuna del paraninfo con un pulpito eclesiástico. Pero no; sabemos bien dónde nos apoyamos y la necesidad que hay de hacer estas dos afirmaciones fundamentales, en el orden universitario:
Primera: la Universidad no es un centro de mera formación científica; la Universidad no es una simple escuela de formación profesional. Es mucho más, es el hogar de educación de los hombres de ciencia, de los hombres llamados por su formación intelectual a ser los guías de su pueblo.
Segunda: el hombre —todos los hombres sin excluir los de ciencia—tienen un destino y una dimensión sobrenaturales de los que no es posible prescindir, sin mutilar y destruir la personalidad humana.
LA CULTURA
Lo primero que la Universidad ha de atender, considerando al hombre en su integridad, es a proporcionarle unas ideas, exactas y adecuadas al rango de su formación científica y profesional, sobre la esencia del propio hombre, del mundo y de la finalidad que aquél ha de alcanzar en este. Antes que saber ser farmacéutico o registrador de la propiedad, antes que saber descomponer los cuerpos y ascender hasta las más abstrusas elucubraciones matemáticas hay que tener en cuenta como decía el Cardenal Mercier que «existe una profesión distinta de la de médico, abogado o ingeniero, y por cierto —según frase del espiritual escritor francés Ernesto Lavisse— no muy sobrecargada: es la profesión de hombre». Hay que asentar bien la planta en el mundo para conocerlo y conocer la misión que dentro de él corresponde al hombre, sin hacerse acreedor al reproche paulino: «pues mientras se jactaban de sabios, pararon en ser unos necios».
Se ha hablado repetidamente y con justicia del bárbaro especialista; «Este nuevo bárbaro a juicio de Ortega y Gasset es, principalmente, el profesional más sabio que nunca pero más inculto también —el ingeniero, el médico, el abogado, el científico».
Si nos paramos a considerar a los hombres salidos de nuestras Universidades ¿podríamos advertir en ellos una fundamental cultura común? En modo alguno. Cada uno se ha polarizado en un sector, a veces minúsculo, de la ciencia y de la investigación, y el resto del mundo le es totalmente ajeno.
Podríamos repetir, con la insigne Concepción Arenal que «en la posición más favorable, suponiendo que, el farmacéutico sepa farmacia, el médico medicina y el abogado leyes, no saben más, de donde resultan esas inteligencias que, desarrolladas en un sentido solo, tienen algo de monstruoso; esas personalidades jactanciosas, sin idea de que el que no sabe más que una cosa no puede saberla bien; esas especialidades que incapaces de generalizar y elevarse todo lo empequeñecen y aun tuercen; esos autorizados maestros de una ciencia incompleta que tan fácilmente se convierten en oráculos de la ignorancia».
De esta manera hemos incurrido, por otro camino, en la fragmentación del hombre por lo fragmentario de su formación intelectual; y lo que en el lenguaje ordinario denominamos hombre no es tal, sino aspectos parciales del hombre, que ha perdido sus esencias humanas, amplias, íntegras, totales.
Así ha podido surgir esa llamada cultura moderna que no es algo armónico y unitario, sino yuxtapuesto y enciclopédico. Esa supuesta cultura que, considerando siempre fragmentado al hombre, no le ha visto su raíz que es índice de su destino y ha prescindido de Dios y de los valores sobrenaturales, con lo cual ha agostado toda auténtica vitalidad.
De nuevo podríamos repetir con S. Pablo en el Areópago: «Varones atenienses en todas las cosas os veo como más que supersticiosos. Porque al pasar y ver vuestros simulacros hallé también un ara en la que estaba escrito: «Al Dios desconocido». Ese, pues, que vosotros adoráis sin conocerlo, ese es el que yo os anuncio».
Por esta ignorancia ha ido surgiendo una llamada cultura de signo exclusivamente positivista y materialista que ha menospreciado los valores espirituales y hoy asistimos al más espantoso fracaso de una civilización basada en pilares tan movedizos.
La técnica y la ciencia así entendidas son infecundas para la auténtica vida. Como Ruiz del Castillo ha recordado «si se han abierto simultáneamente escuelas y presidios, no habrá que atribuir el fenómeno a que la cultura engendra la criminalidad, pero tampoco nos será lícito seguir afirmando que la cultura, sin más, hace a los hombres buenos y pacíficos». La cultura entendida según la orientación extracristiana.
Y hoy vernos espantados cómo la técnica, en su apogeo, se pone al servicio de la destrucción y de la muerte en esta bárbara guerra que amenaza con asolar, en la expresión auténticamente material del vocablo, a toda Europa.
De ahí, la urgente necesidad de volver a la genuina cultura, a la cultura unitaria y unificadora llena de vitalidad sobrenatural que toma al hombre en la plenitud de su dimensión y cuenta con su destino y se sujeta a un canon inmutable y eterno de moral.
¿Qué han hecho las Universidades en este sentido? ¿Qué ha significado la moderna Universidad española en esta realización cultural? Nada. ¿Que aporta la nueva Ley de Ordenación Universitaria?...
Bueno será proclamar hoy desde una Universidad española, la necesidad de esa unificación cultural y salir al paso de ese tópico últimamente tan repetido por tirios y troyanos de la civilización occidental y de la común cultura europea. Esa pretendida civilización occidental no existe como un valor cotizable, porque esa cultura europea quebró con la Reforma y se malbarató con la Revolución y el Marxismo, que fueron sus frutos. La cultura europea la hicieron trizas Lutero y Enrique VIII y no hay más cultura auténtica, unitaria y salvadora que la proclamada en Trento y defendida por armas y por mentes principalmente españolas.
¿Qué han sido las Universidades modernas sino conglomerado y amontonamiento de enseñanzas, compartimentos estancos de disciplinas autónomas y erizadas? Cuando en el mote griego del medallón renacentista de la Universidad salmantina se empleó la palabra enciclopedia para traducir la palabra Universidad, se hizo quizá inconscientemente una desoladora profecía: la del fraccionamiento cultural y de la atomización del hombre español.
He aquí por qué interesa hacer una afirmación hasta ahora omitida: la necesidad práctica y urgente de una Universidad de pensamiento unitario, Universidad católica, o si queréis una denominación que no hiera a nadie, una Universidad directamente inspirada por la Iglesia. Fijaos bien que no planteo el problema de los derechos docentes de la Iglesia en el campo universitario, porque esto lo doy por supuesto, aunque no han faltado impugnadores en esta España de hoy, que quizás padece inflación religiosa, como ha dicho alguien con tanto gracejo como profundidad.
No es esto lo que quiero hacer notar; lo que advierto es la necesidad de que la Iglesia lleve a la práctica tal derecho como se ha realizado en otros países. Y la razón es esta: hoy por hoy, cuantos nos hemos formado en las Universidades españolas, hemos mamado esa fragmentaria cultura moderna, formada mediante yuxtaposiciones, hemos nutrido nuestra mente en mil fuentes diversas, muchas veces contradictorias y en nuestras Universidades hay, aun sin quererlo, una confusión exactamente babélica porque cada uno hablamos nuestra lengua, y no nos entendemos fácilmente con los demás, en perjuicio de los que acuden a nosotros para su formación. Está urgiendo la necesidad de una lengua unificadora, de un pensamiento fundamentador, de una norma orientadora.
Esto no podemos buscarlo fuera de quien posee la doctrina y la verdad y España está necesitando para lograr unidad auténtica su Milán o su Lovaina con un apremio insoslayable.
LA DIVERSIÓN UNIVERSITARIA
Confieso que me siento poco optimista respecto a la consecución del perfecto ideal universitario. Universidad quiere decir exactamente lo opuesto que diversidad, y hoy nuestras Universidades son la encarnación misma de la diversidad que para ser conjurada exige un esfuerzo nada fácil de realizar. Lo primero que habría de lograrse es esa unidad sustancial de la cultura que difícilmente se conseguirá si no surge una Universidad ya unificada que sea cantera fecunda del profesorado. Esto, o núcleos formadores que persigan tenazmente idéntica finalidad.
Hoy la Universidad, por otra parte, apenas es más que un edificio donde coinciden diversos profesores para exponer los temas científicos de su especialidad, pero sin guardar entre ellos relación ni coordinación, y, a veces, sin conocerse, siquiera, personalmente.
¿Qué vida común, universificada, tienen las varias Facultades que forman la Universidad? La Universidad resulta de la yuxtaposición de Facultades pero no de la compenetración de ellas. Y ¿qué es, a su vez, una Facultad, sino la suma inconexa de cátedras, fieramente aisladas e independientes? ¿Acaso se han reunido alguna vez los catedráticos de una Facultad para examinar en común los problemas de la enseñanza de sus diversas disciplinas, o han trazado orientaciones de armonía para lograr la unidad científica de los escolares? Cada Facultad ha venido siendo un conglomerado de taifas en los que ha reinado un monarca absoluto que ha podido decir sin contradicción posible, «la ciencia soy yo» y proceder con absoluto arbitrio.
Y ¿qué han sido la inmensa mayoría de nuestras cátedras? Ya es un tanto absurdo que las aulas sean fungibles, sustituibles las unas por las otras. Lo mismo puede explicarse una determinada materia en un aula que en otra, porque en nuestra Universidad actual para que exista una cátedra suele bastar con una tarima, una mesa, un sillón y varios bancos. Esto es suficiente para hacer posible la exposición oral de un tema científico. Pero la cátedra no puede ser esto, ni la labor del catedrático agotarse en la infecunda exposición oral de un tema. La explicación oral es parte y no precisamente la de mayor transcendencia en la labor que el catedrático ha de desarrollar. Cierto que no todas las disciplinas tienen la misma naturaleza y que, por consiguiente, no caben reglas idénticas. Pero precisamente, por esa misma diversidad no cabe hacer del aula algo fungible. Cada cátedra ha de ser seminario y laboratorio y biblioteca y tener sus peculiares medios de trabajo. Entendiendo así las cosas será absurdo desarrollar el trabajo de una disciplina en el aula asignada a otra cualquiera, porque los resortes que se han de poner en juego son completamente distintos.
Y no bastará la exposición oral sino que será necesaria la participación activa de los escolares en las tareas que el profesor dirija. Porque la diferencia entre la enseñanza media y la universitaria no puede ser cuantitativa, en el sentido de que el alumno estudie libros más voluminosos y más caros, sino que con mayor intensidad proceda a elaborar personalmente las adquisiciones científicas, mediante una tarea minuciosa, en la que se ponga a contribución de un modo primordial la iniciativa y el criterio personales.
He consumido ya demasiado tiempo. Quiero terminar con unas alusiones de estímulo para los alumnos y una reflexión que quiero hacerme en voz alta para fortalecer mi convicción.
El estudiante de hoy ha superado notablemente el nivel de la grey escolar de la Casa de Troya. Me agrada imaginar que el «Gaudeamus igitur» apenas les sirve ya de himno goliardesco. Pero el grave defecto del estudiante actual es su apresuramiento. Tiene prisa por acabar inmediatamente sus estudios. No es momento oportuno de señalar las razones; basta con señalar el hecho. Nunca como ahora podría decirse que los estudios constituyen una carrera; una carrera de obstáculos representados por algunas disciplinas o, mejor aún, por unos cuantos profesores. Para superarlos se despliega toda una rica estrategia académica en la que el papel de Estado Mayor corresponde, frecuentemente, a los propios padres de los alumnos, dominados por un afán positivista o por la mentalidad universitaria de hace cuarenta años.
Lo interesante es obtener un título que abra el camino de las oposiciones. Asignaturas, exámenes, profesores, la Universidad entera, no son más que un obstáculo continuado que se opone tozudamente al interés del estudiante.
La equivocación es rotunda porque lo que no se hace en la Universidad exige luego un esfuerzo multiplicado, realizado a destiempo y falto, siempre, del fundamento necesario para ser debidamente fecundo.
Alumnos y padres de alumnos integran una unidad de combate contra esos señores tenidos por hoscos y extraños que, supuestamente, se complacen en suspender al mayor número posible de escolares. Así se ha ido afianzando un concepto, en cierto modo, marxista de la Universidad porque se obra como si en ella hubiese dos clases sociales —los profesores y los alumnos— con intereses contrapuestos, llamadas a luchar hasta que una quede vencida. A estos buenos padres de familia no se les ocurre pensar que para la educación de sus hijos deben ver en el catedrático a un colaborador eficacísimo, un guía para la formación científica y profesional de los jóvenes y que, precisamente, ha hecho profesión de esta actividad. En los tres cursos que cuento de catedrático no creo que hayan sido tres los padres de los alumnos que se hayan interesado por conocer el aprovechamiento de sus hijos, pero desde luego podría contar por docenas las recomendaciones recibidas para que les dispense de conocer como es debido la asignatura que tengo a mi cargo.
¿Es tolerable esta aberración? Por eso quiero reflexionar en voz alta. Y veo con claridad que no le basta al profesor tener amor a la ciencia; ha de amar también con amor de paternidad a esos muchachos puestos bajo su guía, a los cuales sería inicuo escandalizar con la doctrina o con los ejemplos; con el de la injusticia o de la pereza o con cualquier desviación de la integridad de vida.
Estamos moviéndonos en una Universidad deshumanizada y desobrenaturalizada. ¡Cuántas veces hemos apagado el calor cordial con el hieratismo científico! ¡Qué pocas veces hemos sentido la responsabilidad sobrenatural de esa paternidad que nos corresponde sobre los alumnos! ¡Qué pocas veces hemos suplido con nuestra oración o con nuestro sacrificio ante el único Maestro, las deficiencias de ellos para lograr que se mantengan en una línea de esfuerzo y de progreso en su ciencia y en su vida! Porque ambos tienen que interesarnos. La vieja concepción universitaria quizá se escandalice de esta afirmación, pero quien ha penetrado bien en lo que significa la Universidad educativa sabe cuánta verdad y cuánta fecundidad hay en estas afirmaciones.
La misión del catedrático queda, por eso, bien condensada: con un leve cambio, en la definición que Quintiliano diera del orador. Pudiéramos exigir que fuera: «Vir bonus DOCENDI peritus». Hombre bueno, diestro en enseñar Diestro en enseñar con solidez de doctrina y con rectitud de vida.
LÓPEZ IBOR. «Discurso a los universitarios españoles», Ed. Cultura Española, 1938 pág. 13.
Instituía, Constituí. «Imperuloriam maiestatem», par. 7. Véase la edición bilingüe de Calvo y Madroño, Madrid, 1915. pág. 9.
Hechos de los Apóstoles, 17, 22 y sig.