Hay uno que no mira |
Hace un tiempo hablé en este espacio sobre el miedo y sobre la toxicidad del ambiente, que son los recursos que los malos gobernantes tienen más a mano para creer que controlan la situación. Ahora toca hablar sobre la tercera pata de la mediocridad al mando: de la destrucción de la disidencia.
Esa manía de disparar al disidente debe ser borrada de la mente de quien quiera gobernar algo. El disidente es bueno que exista y que disienta todo lo que quiera, hay que mantenerlo, entablar relaciones con él, hacerle caso y atraerle. Sólo así se le tiene controlado. Al líder le surgirán deseos de eliminarlo. Sólo el que se reprime y es capaz de mantenerlo, sobrevive. Es un suicidio intentar eliminarlo: surgirán cientos de ellos por todos los lados y generarás sin duda un estado tóxico insoportable.
Esta regla sólo vale en sociedades civilizadas y abiertas. No se puede aplicar en sociedades cerradas o sin comunicación con el exterior, por ejemplo, en un barco, en la mafia o en una tribu africana es correcto eliminar la disidencia, porque su propia existencia genera miedo, en cambio su eliminación produce en la población tranquilidad. Pero en estos casos -casos extremos- de la unidad moral del grupo depende su supervivencia.
En situaciones "normales", abiertas, occidentales, el disidente es un valor para la comunidad, porque genera diálogo, señala los errores y da esperanza al pueblo en caso de fracaso del líder. (No confundamos nunca las situaciones extremas donde la supervivencia del grupo está amenazada con las situaciones en las que la amenazada es la supervivencia del líder, en cuyo caso es una ordinariez la destrucción del disidente).
En situaciones "normales", abiertas, occidentales, el disidente es un valor para la comunidad, porque genera diálogo, señala los errores y da esperanza al pueblo en caso de fracaso del líder. (No confundamos nunca las situaciones extremas donde la supervivencia del grupo está amenazada con las situaciones en las que la amenazada es la supervivencia del líder, en cuyo caso es una ordinariez la destrucción del disidente).
El líder necio piensa que con la eliminación del disidente acaba con el problema; y tiene razón, se acabó ese problema, pero en dos días comienzan otros nuevos problemas. Porque a poco que se sepa de psicología de grupos se sabe que si en un grupo siempre hay un líder y que cuando desaparece rápidamente ocupan su espacio uno o más de los que antes ni se lo planteaban.
El líder expulsado, además, se puede convertir en mártir o en ausente. Si es lo primero, un nuevo líder encarna su papel y su venganza. Si es un ausente, tiene la propiedad de estar, como dice Silvia Laforet, "en la habitación de al lado", es decir, presente sin estar presente: muerto, pero con la facultad de volver en cualquier momento.
Además de una insensatez es una cobardía, porque el disidente tiene, por lógica, menos poder y lo propio es dejarlo ahí, para mostrar la grandeza del líder. Eliminar al débil deja ver la propia debilidad, porque deja en evidencia la incapacidad del jefe para reprimirse a la hora de ejercer su poder y, a la vez, deja ver el miedo a la pérdida del sillón.
Sólo tiran al disidente los que tienen miedo a perder su sitio y no sienten ningún respeto por la comunidad que lideran, los que, en el fondo, se saben amenazados y no son capaces de obtener el liderazgo más que generando miedo y destrucción. Aquellos dictadores contra naturam que en el fondo odian a su pueblo.
A este tipo de antilíderes se les debe dejar hacer. Su simple acción es la muestra de su incapacidad; la ejecución de sus ideas es su desgaste. Y pronto, muy pronto, después de los disidentes intentan recuperarse con la expulsión de sus segundos, en espera de que el pueblo acepte la sangre de éstos por la de los mártires. Pero el pueblo es el que, poco a poco, se convierte en disidente.
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